Fui en peregrinación a Salta sin mucha expectativa y con pocas ganas, desanimado fundamentalmente por las veinticuatro horas de viaje en ómnibus. Creí que no aguantaría a tanta gente en plan excursión, que no me dejarían relajarme, ni leer siquiera…
Tampoco me atraía la idea de ir solo pues Nora, mi esposa, tuvo que cancelar su viaje a último momento para quedarse a cuidar su padre.
Ya en la parada donde nos reunimos para tomar el ómnibus, había un ambiente especial. Se sentía una animosidad general positiva y muchas ganas por parte de los pasajeros de participar. El echo de conocer a casi todos los que viajaban me generó confianza y ganas de ir.
Se trataba de un viaje deseado y programado desde hace bastante tiempo, donde la idea era ir con todo el grupo de confirmación de Stella Maris, cosa nada fácil de coordinar tratándose de diecisiete integrantes. A la hora de confirmar, no lo dudé a pesar de que estaba a punto de irme de viaje por tres semanas sabiendo que regresaría cansado.
Todos confirmamos! Hasta el Padre Mauro, nuestro guía espiritual que no tenía pensado ir.
O sea, las cosas se fueron dando de una forma que facilitaba todo y se resolvía para que te embarcaras sin dudarlo.
Al subir al ómnibus, una amiga me preguntó:
-¿queres viajar sentado junto a este muchacho que va solo?-, pues estábamos tratando de estar todo nuestro grupo junto y él estaba ubicado en medio de nuestros asientos.
Tampoco tuve dudas de sentarme a su lado sabiendo que Dios lo había querido así y que sería un buen compañero de viaje. No me equivoqué, Diego, que es como se llama, fue un enviado del cielo. Una persona cálida, atenta a todo y a su vez necesitado de compañía lo que me ayudó que el viaje fuera más placentero aun. Enseguida lo integré a nuestro grupo.
Desde el momento en que arrancamos, dejé de mirar para afuera del ómnibus. Estaba atento a lo que ocurría dentro y me olvidé del paso del tiempo. Me cuesta creer que haya estado veinticuatro horas viajando y tan bien.
Entre cantos, rezos, rosarios, conversaciones, películas y también lectura, el tiempo se nos fue volando. La primer parada que fue en la frontera, no sabía ni donde estaba.
– ¿Ya llegamos al Chuy?- pregunté, cuando la ruta no pasaba ni por asombro cerca de allí. Estábamos en Paysandú, para cruzar el puente.
No me pregunten del viaje exterior pues no se ni por donde fuimos. Mi viaje era interior. Eso lo supe desde el primer momento en que opté por no llevar cámara fotográfica gustándome tanto captar imagines como lo saben quienes me conocen. Mi vida pasa por los viajes, la fotografía y la escritura y fui capaz de dejar todo de lado para darle paso a mi corazón, para escucharme a mi mismo y entregarme al llamado de la Inmaculada Madre del Divino Corazón Eucarístico de Jesús (IMDCEJ).
Al principio reconozco que me incomodé un poquito cuando unos niños se apoderaron del micrófono para cantar, pero luego entendí que todo era parte de mi despojamiento personal necesario para presentarme frente a Dios. Si, también iban alrededor de ocho niños y su comportamiento no obstaculizó en nada con nuestro viaje.
Tuvimos tiempo para todo y nunca nos aburrimos.
Salta es una ciudad enigmática, sin dudas, no en vano la eligió la IMDCEJ.
Al llegar, fuimos directamente a una misa en un estadio donde una presencia multitudinaria con más de diez sacerdotes confesando. Luego de finalizada hubo una adoración y rezo del Santo Rosario.
Al otro día, a las 07.30 AM algunos fuimos a la misa de las hermanas Carmelitas. Dichas monjas fueron las escogidas por la IMDCEJ de Salta, como interlocutoras y son de clausura. Dos horas mas tarde tomamos el ómnibus que nos dejó a los pies del Cerro.
Ni bien me baje del coche me puse a llorar… La presencia de Dios allí es inconfundible.
Estuvimos media hora subiendo el Cerro en senderos naturales que fueron abiertos a machetazos despejando la maleza. Se ven muchos rosarios que la gente deja colgados en los árboles. El silencio es sepulcral y el rocío que aun no había acabado de ascender, le daba un ámbito adecuado al peregrino para preparar el encuentro. Fui rezando un Rosario que acabé justo al llegar.
Arriba vi mucha gente rara desde mi punto de vista, diferente, haciendo colas, con fotos de familiares colgadas en el cuerpo y decenas de rosarios y cruces que me incomodaron. Opté por sentarme y cerrar los ojos hasta tanto no comenzara el Rosario junto con María Livia donde se dice que en el tercer misterio baja la IMDCEJ con Jesús y algunos santos.
María Livia es una señora que comenzó a recibir mensajes de la Virgen María en 1990 así como apariciones también de Jesús y luego de Santos. Ella ha hecho lo que la Virgen le ha pedido y su esposo así como sus hijos están entregados a la causa.
Luego del Rosario, María Livia comienza a hacer la oración de intercesión, donde va tocando a cada feligrés, momento en el cual se recibe el abrazo de Jesús. Muchas personas caen al suelo, más bien de desvanecen pues se les aflojan los músculos y no se lastiman al caer.
Yo estaba muy atento a cuando me tocara y reconozco que me impacienté pues momentos previos no sabía que más rezar ni que más pensar. Cuando quise acordar, María Livia apareció por detrás de una columna y en vez de tocarme el hombro izquierdo que lo tenía pronto para ello, me tocó el antebrazo derecho. Me miró fijamente a los ojos y prosiguió con su tarea al segundo siguiente.
-Muy poco para mi-, pensé…. No creí sentir nada y me senté en el suelo buscando atesorar ese “gran momento”. Sentí un cierto estremecimiento que me hizo temblar un poco, pero algo que no me pudiera ocurrir en otra circunstancia.
Luego de visitar la ermita donde la imagen de la IMDCEJ realizada a imagen y semejanza de las visiones, comenzamos a descender por el Cerro. Yo me sentí un tanto desilusionado conmigo mismo, pues me culpabilicé de no haber sido capaz de sentir en forma mas intensa el abrazo de Dios. Pero la experiencia en su totalidad es un baño de humildad, un regalo divino que le brindamos a nuestro cuerpo y alma. No se puede creer el silencio que prima habiendo 60 mil personas. Allí nadie come, nadie bebe siquiera y no hay ninguna actividad que no sea recogerse, orar y atenderse asimismo.
Hay muchos asistentes atentos a las necesidades de los peregrinos. Todo fluye, nada incomoda, todo es una sensación de paz y un fuerte calor que uno siente en el corazón.
Al otro día hubo una misa en otro estadio, donde luego María Livia cuenta al público su relato de las apariciones y responde preguntas. También se siente la presencia Divina máxime cuando María Livia dice estar acompañada de la Virgen.
En mi caso en particular, al momento de comulgar, comencé a temblar y a llorar sin poder parar, situación que se prolongó varios minutos. Era una llanto de alivio, de paz de agradecimiento, de amor, del amor que sentí cuando la Virgen me dijo: -Bobo, creíste que no te iba a abrazar…
Salí de misa temblando, con mucho frío a pesar de estar súper abrigado, pero con una paz tan grande, tan gloriosa, que les comente a mis amigos:
-ahora ya me puedo morir en paz-, pues sentí lo que era estar junto a Dios. Sin dudas el Cerro es la antesala del cielo. Se siente.
Yo nunca he sido católico por la sola idea de ir al cielo. Antes del mes de haber nacido ya había sigo bautizado y me eduque en colegio católico. Siempre me ha interesado el camino que recorro, lo que doy y lo que recibo , pero ahora pude sentir lo que es vivir eternamente en el cielo y no tengo dudas de que allí quiero descansar el día que Dios me llame.
El regreso en el ómnibus fue una fiesta, un constante festejo en que todos agradecíamos lo que habíamos vivido, cada uno con su experiencia personal. Los relatos de los testimonies creí serían un plomazo y estaba negado a dar el mío, pero fue uno de los momentos más lindos del viaje. Ver a nuestros compañeros tan conmovidos, emocionados, alegres a la vez, contando sus relatos de la vida que le habían acercado a Dios, el llamado de la IMDCEJ, sus expectativas, sus razones y lo que habían sentido, era una fiesta para nuestros sentidos.
No tengo dudas de que se trató del viaje más emotivo que he hecho, que más me ha tocado en lo profundo de mi alma y corazón, donde no tuve momentos para sentirme mal, ni extrañar, ni pensar en todos los problemas con los cuales cargamos. Sentí que estaba en manos de la Virgen, que me protegía con su manto, que me arrullaba, que me quería como una madre quiere a su hijo.
Me emocioné antes de llegar, durante y después, pues al relatar a mi familia mi experiencia me sobrevino un llanto enorme y me agache sintiéndome que la Virgen María me estaba abrazando.
Yo sé que la Virgen y Dios están en todos lados y que no es necesario ir hasta los puntos donde hay apariciones, pero es una experiencia que nunca creí me ocurriría y se la recomiendo a todos quienes quieran sentir a Dios en su corazón. Enseguida me encargué de seducir a mis hijos, a mi esposa, a mis hermanas y amigos para que vayan, pues el amor que se siente, que espero no se me vaya más, es la mejor experiencia que he vivido en mi vida. Estoy en manos de Dios, atento al destino que me conduzcan mis caminos guiados por Él.










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