Montevideo, Uruguay.
La sensación que me produjo al ingresar a esta exposición fue la de estar en un nido.
Cuando llegué, las artistas y su curadora estaban presentando la muestra y la mayoría de los asistentes eran mujeres. Para mí, “todas eran mujeres”, más allá de algunas presencias masculinas. Y es que el ámbito en al cual se desenvuelve Florencia Flanagan, curadora y profesora de arte, es femenino aunque no excluyente.
De rica personalidad, Florencia logra ser un transmisor de su personalidad, inquieta, comunicativa y siempre entusiasta.
Charlar con ella, enriquece y trabajar con ella es un deleite.
Siempre se lo he dicho: transita otras dimensiones que la mayoría no podemos ver y que ella nos invita a recorrer, a tomar conocimiento.
Abordar esta muestra implica adentrarse al terreno suyo, quien viene trabajando con ahínco desde hace muchos años y en forma convincente basado en lo que ella cree.
En esta ocasión ha reunido a un par de artistas que asisten a su taller con el fin de sumar, de aunar esfuerzos en pos de un gran tejido social que proviene de las manos de mujeres.
Mujeres que partiendo de sus tareas domésticas ancestrales, logran crear una obra mayor que a modo de manto va cubriendo distintos espacios alternativos del arte.
El punto del bordado, del tejido, del zurcido, independientemente de su estilo, ha conformado una basta red milenaria, sustento y contención de pueblos, tribus y familias.
Siempre la mujer ha sido la gran contenedora, la que estando un paso atrás del hombre, ha mantenido, sostenido la plataforma vital societaria a partir de la cual hemos podido construir.
Todas estas sensibilidades e ideas y muchas otras más, son las que nos sobrevienen al momento de poner un pie en el ámbito artístico de Florencia.
Sus obras y las de sus alumnas, permiten desenterrar el hombre y mujer ancestral que todos llevamos dentro.
Acercarnos a sus obras implica en forma automática, navegar por entre nuestra vasta información que anida en nuestros genes, en cada rincón de nuestros órganos vitales.
El cuerpo toma otra dimensión, se reacomoda y el cerebro se ve obligado a trabajar de forma inmediata buscando respuestas, o al menos tratando de ordenar sensaciones, sentimientos e inquietudes que nos acontecen mientras recorremos la muestra.
Las obras de Flanagan conectan.
Son enormes redes que viajan tanto hacia dentro de uno mismo como hacia afuera. Nos unen, nos hermanan como seres humanos.
Esta exposición me lleva al filósofo Byung-Chul Han (Seúl, 1959) quién en su libro “La desaparición de los rituales”, analiza la función vital de las comunidades.
Byung-Chul Han dice que “cada vez se generan menos sentimientos comunitarios y a cambio predominan los sentimientos pasajeros y las pasiones transitorias como estados de individuo aislado en sí mismo”.
También afirma que la pobreza del mundo hace que solo la interacción del hombre solo gire en torno a sí mismo, razón por la cual cae en depresiones.
Integrados a la malla comunitaria que generan esta muestra, el espectador participante (pues no se puede ser pasivo), recupera su esencia comunitaria, se retrotrae al pasado y nos devuelve algo de aquello perdido que señala el filósofo.
Son nuestras abuelas quienes nos guían y susurran al oído frente a cada sensación, a cada emoción que nos sobreviene.
“Puntada a Puntada” es una muestra colectiva integrada por las obras de Nacha Valenti (Montevideo, 1975) y Soledad Olivera (Montevideo, 1971), bajo la curaduría de Florencia Flanagan.
Una proveniente del disenso gráfico y la otra de la psicología, encontrando un punto en común donde sus quehaceres se unen dentro de una búsqueda ancestral que las traslada a otras instancias pasadas tanto suyas como de sus ascendentes.
Valenti parte de tejido de formatos pequeños que va tramando cuasi a modo terapéutico, en los cuales va imprimiendo memorias a través de bordados donde incluye pelos que plasma sobre hojillas de tabaco.
Recurre al frente y al reverso del bordado, sutileza que imprime un efecto otro. Podría decirse entre otras interpretaciones que muestra lo que somos y también lo que ocultamos.
Luego va uniendo esos mini bordados, creando una malla de mayor tamaño, sustento de su vida, de la vida de todos quienes vamos creando nuestras fortalezas partiendo también de nuestras flaquezas.
Soledad Olivera recurre al espacio poblando el espacio con telas-pieles, donde en ellas no faltan el óxido, las manchas, los huecos, señales del paso del tiempo que va imprimiendo nuestra epidermis poblada por pelos, uñas, lunares, marcas y cicatrices que van marcando nuestro paso por la vida.
Para ello también Olivera, recurre a la intervención de una antigua toalla, objeto familiar que da cuenta del transcurso de vida, del desgaste y deterioro que se va suscitando en nuestras vidas de una generación a otras.
Ambas artistas crean un ámbito que nos retrotrae, que nos envuelve, que nos hace suyo, dónde casi que a modo de nido, regresamos a la esencia comunitaria que nos une a todos.
Logran con éxito transmitir las esencias de sus propuestas.




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