Marrakech, Marruecos.
La serie “Somebody feed Phil” que tanto disfruto, en su tercera temporada, me lleva a recordar un par de instancias vividas en Marrakech durante un viaje muy particular donde recorrimos en coche gran parte del país por varias regiones pernoctando en casa de una familia Tuareg así como en una carpa en medio del desierto Sahara entre otras atípicas.
La plaza de Yamma el Fna en Marrakech, Ciudad Roja, es uno de los centros mas poblados y fascinantes del mundo donde se mezclan comerciantes y cocineros con las mas diversas opciones de productos. Es un lugar enigmático que hay que visitar a varias horas del día pues tiene encantos diferentes incluyendo la noche donde la plaza se transforma en una gran escenografía teatral de realismo mágico donde todo puede suceder.
Alojados en un hotel atendido por sus propios dueños con el encanto especial que eso implica y ubicado muy cerca de la plaza, durante los días que le dedicamos a la ciudad, pasábamos por la allí varias veces por día.
A la mañana el aroma de las naranjas que son exprimidas en el momento, sumado al colorido de las mismas que lucen en la inmensidad de la plaza con bastante menos público que en las horas de la tarde, es un deleite visual y gastronómico.
Nuestra amiga Águeda, quien había estado por allí unos meses antes, me había dado un paquetito atención para un comerciante que la había “atendido divinamente” y le había hecho excelentes precios. Nada mas difícil que ubicar un negocio en ese zoco que es el mas grande del mundo. Finalmente dimos con el lugar. Cuando pedí para hablar con el propietario hubo una cierta resistencia pero luego de mi explicación, el hombre se identificó. Por supuesto que no se acordaba ni de Agueda ni de tantas miles de personas que pasan por allí a diario pero la atención, un souvenir uruguayo, le cayó en gracia y me invitó a sumarme a la rueda de amigos que estaban fumando narguile bastante relajados luego de finalizar la jornada de un viernes a la noche.
Mientras tanto, mi esposa recorría el local escogiendo artículos teniendo en cuenta el descuento “para amigos” viniendo de parte de Agueda. Esa anécdota fue motivo de risas cada vez que a nuestro regreso la comentaba con mi amiga reconociendo lo ilusos que habíamos sido. Claro que me tomé una foto con él y nos despedimos con un abrazo y un “send all my best to Águeda”.
Pero la historia de aquella noche no acabó allí. Seducidos por toda la movida y luego de haber cenado una exquisita sopa de cabeza de cordero, a Nora se le antojó hacerse una henna en las manos. Es así que buscamos un tatuador quien a modo de serpiente nos sedujo y ambos terminamos cediéndoles nuestras manos.
-Les va a durar tres semanas”, -nos dijo la chica, “pero no deben de tocárselos hasta tanto se les fije”. Y así, felices con nuestro paseo, compras, narguile y tatuajes, abandonamos la enigmática plaza felices de tantas experiencias.
A medida que avanzábamos a pies por las callecitas en penurias, íbamos con los brazos tatuados en alto, cuidando hasta de no tropezar con alguna piedra que provocara el desprendimiento de la henna. Antes de llegar al hotel que quedaba a menos de cuatrocientos metros, al brazo de Nora le quedaba muy poco del producto. – Se te caerá la capa exterior, pero mañana tendrás todo el dibujo definido, – le respondí creyendo que la fijación acataría de distinta forma sobre su piel que sobre la mía.
Cuidando mi tatuaje, me metí en la cama casi con el brazo en alto para evitar que la fricción sobre las sábanas lo borrara. Nos hacía mucha ilusión lucir esa manifestación tan típica del lugar.
Para sorpresa de ambos, a la mañana siguiente no quedaba huella alguna siquiera en nuestros brazos y las sábanas estaban llenas de aquello que de henna tenía poco.
Vaya a saber con que nos tatuaron, pero de todas formas disfrutamos del momento y siempre recordaremos aquella instancia de forma muy jocosa. No todo lo que luce es henna en la Yamaa el Fna, fue el corolario de aquella experiencia y siempre nos gustara regresar a ese país tan fascinante.




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