Cuando escojo un destino para viajar, uno de los temas que analizo casi al unísono, es la artesanía típica. Leo al respecto, indago, busco información de artesanos, lugares donde se producen, etc.
Me gusta conocer el medio donde son creadas y entrar en contacto con los artesanos.
Colombia es famosa a nivel mundial tanto por la variedad así como por la calidad de sus artesanías.
Tienen una feria llamada Expo artesanías que celebran cada diciembre, donde se presentan las piezas típicas del país confeccionadas en lanas, cuero, madera, semillas, fibras naturales, piedras, etc.
Es una feria que aun no conozco pero que me provoca una visita.
Habiéndome informado previo al viaje que realizara por allí, hice hincapié en las artesanías de madera tallada de Mompox, también llamada Mompos, ciudad de mas de cuatrocientos años que se mantiene casi en su estado original y que fue declarada Patrimonio Nacional en 1959 y Patrimonio de la Humanidad en 1995.
Está ubicada en el departamento de Bolívar a más de cinco horas de Cartagena que fue desde donde me trasladé.
Llegar hasta allí no me fue nada fácil, pero nunca dudé que iría.
El periplo era largo pero en ningún momento me desalentó, al contrario, lo vi como una oportunidad para recorrer parte del país y atravesar sus verdes llanuras.
Desde el hotel en Cartagena debí tomar un taxi hasta la terminal de buses bien temprano de la madrugada, cuando aun no había amanecido.
Al llegar me ofrecieron la posibilidad de tomar un coche colectivo en vez de un bus en virtud de que saldríamos enseguida y llegaríamos antes.
Alentado por la experiencia, no lo dudé y me subí a una camioneta rural doble cabina y con caja. Yo iba adelante, en la ventanilla pegado a una señora que llevaba su hijo en brazos y un par de gallinas a sus pies.
Ni bien el chofer puso en marcha el motor, también se encendió la cumbia que nos acompañó durante las tres horas de trayecto.
Gente de muy poco hablar que solo les fui oyendo su voz a medida que iban llegando a su destino.
Yo no tenía muy claro el recorrido y entendía que llegaríamos a Mompox de una, pero no era así.
La camioneta me dejó en un pueblo sobre el rio Magdalena que tan bien describe Gabriel García Márquez en su libro El general en su laberinto, donde debí de tomar un bote que me dejaría en la otra orilla.
La embarcación de aspecto muy frágil estaba casi metida debajo del agua pues era muy chatita y los asientos estaban por debajo del nivel del agua.
Me dio mucho trabajo subir. Tenía un techito que me obligaba a agacharme demasiado y los asientos estaban muy bajos. Estimo que nos embarcamos diez personas y al momento de arrancar, el marinero distribuyó salvavidas de uso obligatorio. Yo iba en la proa del barquito a motor, en la ultima fila.
Cuando me alcanzaron el chaleco opté por no ponérmelo.
– ¿Qué me puede suceder en este rio que no pueda valerme por mis medios, – me dije, a pesar de la insistencia del conductor.
No me resultaba fácil hacerlo ya que íbamos muy ajustados de espacio y el mismo estaba húmedo.
Casi en la mitad del trayecto, el motorcito comenzó a trabajar con mucha dificultad hasta que en determinado momento y luego de varios intentos del conductor, se apagó por completo. Fue allí en ese mismo instante que decidí ponerme el salvavidas con mucho esfuerzo moviendo de un lado al otro el bote.
Me imagino que habré sido causa de gracia del resto de los pasajeros pero muy respetuosos no comentaron nada.
En virtud de la circunstancia, comencé a analizar la situación, ver a cuanto de la costa nos encontrábamos, observando los camalotes de la costa que debería de sortear para llegar a la orilla, pensando en que tal vez hasta hubiera cocodrilos amén que debería de nadar con un solo brazo y con el otro llevar la cámara de fotos lejos del agua.
– Esto es normal, me dijo mi compañero de banco al ver que yo me inquietaba, –y al poco rato retomamos el periplo, luego de que quitaran los camalotes del motor, causantes del trancazo.
Llegados a tierra y siempre sin tener clara la situación, comencé a correr a la par de mis compañeros de viaje que se iban acomodando en coches particulares que estaban estacionados junto al puerto.
Recién dentro de uno, con mi lugar asegurado, me encargué de averiguar donde estábamos y cuanto faltaba para llegar a Mompox.
– Debe tomarse este coche y lo dejaremos en destino, – fue la respuesta del chofer, sin aclararme de todos los desvíos previos para llevar al resto de los pasajeros a quienes dejaba en la puerta de sus casas en distintas localidades.
Es así que luego de casi seis horas arribé a Mompox.
Ciudad blanca inmaculada, silenciosa como pocas y con gente muy pausada y respetuosa.
De a ratos creía haber llegado a Macondo y todo me resultaba producto del realismo mágico de García Márquez.
Me alojé en el hostal Doña Manuela que me sedujo por su construcción típica y su enorme patio interior. Luego de ubicarme en la habitación y previo hablar con el conserje para saber sobre los artesanos, salí a buscar un sitio para comer, cosa que no me resultó para nada fácil en virtud de que allí no existe el turismo y todos comen en sus casas.
Recuerdo perfectamente el local con paredes blancas como no podría ser de otra manera, aunque su propietaria me dijo que estaba buscando alguna idea para cubrirlas con algo.
Le sugerí que invitara a los clientes que dejaran escrito en la pared sus nombres y el mensaje que les apeteciera. La idea le encantó y antes de que yo hubiera comido, envió a su hijo a que comprara una fibra y me invitó a que inaugurara el local con mi firma.
Siguiendo los consejos del conserje, llegué a la casa de un artesano quien para mi sorpresa me dijo que había vendido todo.
Así seguí caminando mientras buscaba algún local que nunca encontré.
Entré en una iglesia que fui recorriendo hasta llegar a su taller de restauración donde habían varias personas trabajando. Luego de conversar con el encargado, optó en forma muy amable, por acompañarme.
La ciudad es chica, pero llegar a la casa del segundo artesano implicó caminar a través de un campo y sortear unas cañadas hasta llegar a su humilde casa desprovista casi de muebles, con la sorpresa de que también había “vendido toda su producción”.
Al otro día, mi guía me recogió en el hotel para continuar con la búsqueda. Mientras esperaba por él en recepción, conocí a un orfebre que trabajaba la filigrana.
Tampoco tenía pieza alguna, pero estaba acabando un rosario grande, por lo que se lo compré con el compromiso que me lo entregara antes de que yo me fuera al día siguiente.
El periplo en búsqueda de las artesanías fue infructuoso. Todos habían “vendido sus piezas” y no tenían nada siquiera a medio terminar. Bastante cansado y desanimado, al regresar de casa del ultimo artesano, le pregunto a mi guía si él no tendría algo para venderme.
– Tengo un marco tallado sin pulir ni terminar, pero ya armado, – me respondió y sin siquiera conocer bien de que se trataba y sin saber el precio, cerré la compra.
Pasamos por su casa y para sorpresa mía el marco era muy grande como para traerlo conmigo en el vuelo, por lo que le pedí lo desarmara y me lo llevara luego.
A la noche y luego de haber cenado llegué al hotel, encontrando en recepción el marco desarmado en cuatro partes, envuelto en diarios. También estaba el rosario acabado.
Me fui a dormir muy contento por mis compras y por la experiencia vivida a pesar de todo.
Para el regreso a Cartagena opté por otro servicio directo que consistía en una camioneta que me recogía en la puerta y me dejaba en el hotel en destino, solo que me llevaría mucho más horas.
Quedamos que pasarían por mi antes del amanecer por lo cual me levanté muy temprano y esperé el toque de bocina desde el jardín del hotel, un tanto temeroso de estar en el calle a esa hora.
El patio tenía unos árboles enormes y desde abajo no se podían ver sus copas.
En determinado momento, mientras los observaba, comencé a oír unos gritos estremecedores que no podía reconocer su origen.
Algo animal, como si se abriera la tierra y te quisiera tragar. Temeroso, poco a poco fui abandonando el patio hasta terminar en la calle, sitio que me resultaba más seguro.
Ya encima del coche, me enteré de que se trataba de monos aulladores salvajes que anidan en los árboles de la ciudad.
No quiero ni imaginarme lo que habría sido mi reacción si se me apareciera uno allí en el patio donde me encontraba solo.
El viaje de regreso fue mas pintoresco aun.
También tuvimos que cruzar el rio en una plataforma e íbamos parando cada tanto para estirar las piernas, comer algo e ir al baño.
Regresé a mi casa feliz con mi marco que luego hice armar y dorar a la hoja sin saber cual iba a ser su destino.
No me hubiera costado nada haberlo colgado así sin nada, pero al poco tiempo un amigo iba a Cusco y le encargué una pintura cusqueña “bonita”.
Me trajo una virgen hermosa que yo también hubiera escogido y a pesar de ser un poco más grande la hice enmarcar.
Todos lo días cuando abro los ojos desde mi cama es lo primero que veo y en el respaldo tengo colgado también el rosario. Además de disfrutarlos, siempre recuerdo la historia de la pericia para conseguirlos y eso les suma valor.



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