Cuando llegué a Cuba para visitar la Bienal de Arte en 1999, fui con una gran expectativa en virtud de ser un país que me resultaba enigmático desde el vamos.
Lo que no me imaginaba era la gran carga emotiva que me iba a implicar. Cometí el error de alojarme en un hotel en La Habana de categoría cinco estrellas, seguramente por temor. Error, pues me sentí sumamente soberbio alojándome allí cuando la realidad de las personas fuera de ese ámbito tan irreal para el lugar, era otro.
Cámara en mano, ni bien dejé mi valija en la habitación, salí a recorrer a pie la ciudad . No podía contener las lágrimas al ver la gente como vivían y a su vez lo cordiales y afectuosas para con los desconocidos. Todo te ofrecían y todo lo que llevabas te lo pedían. Fue el único viaje en que regresé con menos equipaje del que llevé. Les dejé todo, desde mi ropa hasta los artículos del necessaire.
A todos quería contener, a todos quería abrazar. Me sentía muy incómodo viendo sus limitaciones a la hora de acceder a ciertos lugares reservados exclusivamente para los turistas.
En una oportunidad invité a una chica a tomar un helado en la mejor heladería del lugar, Coppelia, muy recomendada por las guías viajeras y famosa por la película “Fresa y chocolate”. Para comprar el helado había dos filas, una para los cubanos y otra para los extranjeros. Cuando me arrimé al mostrador y ordené dos cucuruchos, uno para mi y otro para mi amiga, se negaban a vendérmelos. Y así como esas situaciones me tocó vivir varias. Un amigo que conocí allí, crítico de literatura que participaba en la Bienal nunca me pudo acompañar a cenar o tomar un mojito en el Hotel Nacional donde las noches frente al Malecón, al son de las rumbas, son una exquisitez.
El día que viajé a Varadero fue otra tortura. Circulando en una ruta amurallada de enormes alambrados para llegar a una playa donde no había vida, donde todo parecía algo menos Cuba y con las caras de los mozos que te daba ganas de llorar por la tristeza que transmitían. No veía la hora de regresar a La Habana y no habíamos llegado al hotel cuando me bajé del bus y corrí literalmente por las calles disfrutando de toda su gente.
La anécdota que me lleva a este viaje es otra.
Recorriendo los distintos edificios que alojaban las obras de la Bienal, llegué a una casa de época donde a la entrada había una jaula muy chiquita con dos palomas hermosas.
Entre tanta obra conceptual y desconociendo dicha costumbre, interpreté la misma como el trabajo de un artista.
– Que bien esta obra, – comenté a los porteros, – hace alusión a vuestra falta de libertad, viviendo de forma tan injusta, con tantas necesidades y en espacios tan reducidos, -entre otras interpretaciones que les dije, hasta que presté atención a sus caras.
Allí me fui dando cuenta del error que había cometido y no fue hasta tanto que me rodearon y me comenzaron a insultar que tomé nota de mi grave error.
Me amenazaron verbalmente y hasta algunos querían pegarme levantando sus puños. Mientras esperaban al guardia policial zonal para detenerme, y en un descuido, comencé a correr de forma desaforada por la calle y no paré hasta que los perdí de vista, pues venían detrás mío.
Nunca olvidaré esa instancia viajera y no por ello dejo de tener bonitos recuerdos de ese viaje así como de su gente donde dejé varios amigos que con el tiempo lamentablemente por falta de oportunidad, he perdido.
Mi amigo el crítico, continuó escribiéndome siempre desde un mail diferente de amigos suyos pues los controlaban y los aprendían.
Una vez, luego de mucho tiempo de haber regresado, recibí una llamada de un cubano en Montevideo para hacerme llegar un paquete con regalos suyos que me enviaba en retribución de mi ayuda y amistad. Me envió grabados y pinturas entre otras cosas que me imagino cuanto sacrificio le habrán significado desprenderse de ellos.
Dios quiera que esté bien y tenga una buena vida. Aunque había tenido oportunidad de viajar a otro país, no quería dejar sus padres solos.



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