El acercamiento de mis hijos al arte me ha significado un desafío, que hoy día puedo decir que lo logré con éxito.
El tema no era enseñarles sobre el arte sino transferirles el amor hacia una actividad, pues está claro que uno no les puede explicar sobre lo que no siente. Nunca les podría haber hablado sobre fútbol, ni haberles transmitido algo sobre lo que no sé. Para aprender de fútbol ya está el país entero a su disposición.
Tampoco nunca he pretendido que les guste el arte ni tengan mis mismos gustos. Va más allá de ello. El hecho es transmitirles el sentimiento de pasión por algo en la vida, que los haga crecer en una superación frenética en el sentido de realizarse plenos y en forma apasionada. Siempre les he dicho: “busquen una pasión en sus vidas”.
En cada viaje que hemos hecho juntos, las visitas a los museos de arte las he tomado con disciplina pedagógica.
– Acá no puedo fallar, a ver como lo hago – me he dicho en todas las oportunidades.
Por costumbre viajera, la noche anterior les muestro el programa del día siguiente, donde generalmente comenzamos por un museo. Las horas de la mañana son las mejores para percibir y sentir, pues estamos despejados de mente y descansados.
Tampoco soy de la idea de estar más de dos o tres horas máximo dentro de un museo. “Menos es más”. Prefiero una buena experiencia corta sobre una muestra que pretender que perciban un museo entero, máxime casos como la National Gallery, Del Prado o Metropolitan por nombrar algunos de los emblemáticos.
Dentro del programa del día y luego de la visita cultural, vienen otras actividades lúdicas, divertidas que hacen más tentador el tedio que podría significar para ellos meterse en un museo frente a una amplia oferta de actividades en toda la ciudad.
A mis dos hijos mayores, muy seguidos en edad, al ingresar a una sala de exposiciones, los tomaba uno de cada lado para guiarlos en lo que quería mostrarles con el compromiso de que pronto acabaríamos y no se me dispersasen o aburrieran.
Estando en Londres, cuando ellos tenían 13 y 15 años y luego de haber visto muchos museos clásicos, con un entrenamiento acorde, nos adentramos en la Tate Modern. Desde que se fundó ese museo, se definió con una impronta única e innovadora en el mundo de las artes.
Las exhibiciones no se presentarían en forma cronológica, sino que su pedagogía visual apuntaba a sensibilizar el espectador buscando emocionar frente a las obras ordenadas por diferentes criterios de vanguardia para aquella época. Como podía ser el caso de reunir en una sala obras de una misma temática sin considerar fueran contemporáneas entre sí.
Hoy día esa técnica de exhibición se ha adoptado en varias museos, pero siempre la Tate Modern significa un desafío hasta para el espectador más especializado.
Mi objetivo consistía en que los chicos no sintieran rechazo hacia el arte contemporáneo, la mayoría de las veces “mal vendido”. Luego si les gustaba, sería otra cosa.
En ese momento estaba exponiendo en el Turbine Hall de la Tate Modern, el polaco Miroslaw Balka (Varsovia, 1958), conocido por sus claustrofóbicas creaciones así como sus constantes referencias al holocausto.
En esa muestra temporal, llamada “How it is”, el artista presentó un contenedor de acero de grandes dimensiones retirado del piso apoyado sobre pilotes y de espalda al ingreso de la sala. Esa postura sólo ya implicaba un desafío. El hecho de confrontarse con una obra tan grande, enigmática y de espaldas, preparaba y provocaba al espectador desde el “vamos”.
Quienes han estado en ese museo saben de sus dimensiones y más aún esa sala que condiciona su visita en virtud de su espaciosidad. Requiere andar mucho para abarcarla.
– Ánimo, me dije – y tomando a ambos del brazo comenzamos a caminar, seguramente con la promesa de alguna compra posterior de algo de sus intereses.
No habíamos leído nada al respecto y tampoco sabíamos si la obra era lo que se veía a simple vista hasta tanto llegamos al otro extremo donde la obra invitaba a su ingreso mediante una rampa. Poco a poco y siempre tomados de las manos, fuimos adentrándonos en ese vagón de tren devenido en contenedor. A menos de un metro de haber entrado ya no se percibía visualmente nada. Ni siquiera veíamos nuestros propios cuerpos. Paso a paso nos dejamos llevar por la propuesta .
–Hay que darle crédito al artista, – les comenté. Toda esa situación y expectativa nos fue adentrando en un silencio absoluto, donde temíamos cada paso a dar dudando hacia donde íbamos. Allí pudimos experimentar la sensación seguramente buscada por el artista de soledad, de temor, de oscuridad absoluta, donde solo oíamos nuestra respiración .
Una oscuridad que nos adentraba en la nada, en nuestro interior o también en lo que podía significar la muerte. Cada tanto percibíamos otras personas que circulaban a nuestro lado. Caminábamos tanteando para no chocarnos con nada ni con nadie.
-Que es esto papá ? , me preguntaban, un tanto temerosos.
– Déjense llevar, déjense estar y perciban como todos vuestros sentidos se desarrollan en su máxima expresión, – les susurré.
Sentimientos de angustia, de encierro, de temor, de curiosidad, en fin, seguramente que a todos nos afectaba de diferente manera. También podíamos caminar buscando la salida, la luz que fue donde yo radiqué el mensaje de la obra. Desasosiego, angustia pero también ilusión y fe religiosa sabiendo que la luz estaba a nuestro alcance. Podríamos caminar hacia la muerte, hacia la oscuridad, sin un sentido pero también lo podíamos hacer hacia la claridad, lo que para todos tendría un significado diferente.
La propuesta tuvo críticas negativas por la prensa aludiendo que se trataba de una metáfora pretenciosa desmesurada y sin éxito, hasta hubo quienes pidieron amonestación para los curadores del museo por la frivolidad y abuso para con el espectador. Tuvo muchas lecturas, relacionadas con la cueva de Platón, el Holocausto, el vacío existencial, melodrama sobredimensionado, la muerte, pero esos tantos se perdieron el otro mensaje relacionado a la claridad que debemos buscar.
El título de la muestra “How it is” hace alusión al libro del mismo nombre del dramaturgo irlandés Samuel Beckett (1906- 1989), donde sus obras se caracterizan por el carácter sombrío, minimalista y en algunos casos de interpretación pesimista de la condición humana.
No fue mi lectura. Yo vi la luz, la salida. Sí que sentí agobio, dolor, pero también sabía para donde debía caminar. Como suele decir mi querida y gran amiga Águeda Dicancro, “toda obra oscura tiene que tener un mensaje de luz, de esperanza”.
Ya luego de haber recorrido el contenedor por un largo rato, de haber atravesado por todos los estados que uno puede experimentar frente a una obra de esas características y más sueltos de cuerpo fuimos dando lugar a la risa. Así en una complicidad fraterna, comenzamos a sorprender y asustar a la gente que se iba adentrando temerosa de no saber a donde iría a parar su próximo paso.
Nos reímos mucho y también algunos de los sorprendidos, en algunos casos agradecidos por el momento como el caso de un chico porteño que comenzó a insultarnos obviamente que en español y encontró en nosotros un grupo divertido seguramente que le recordaba su familia.
Siempre lo tendré presente como una de las más fuertes experiencias artísticas, tanto sensoriales como emocionales.
No tengo dudas de que la clase de arte tuvo éxito y nos divertimos mucho. Nunca nos olvidaremos y cada vez que mis hijos han regresado a Londres, no dejan de visitar la Tate Modern desde donde me envían algún mensajito.




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