Viajar para mi casi nunca ha sido motivo de turismo.
Escojo el destino en función de mis intereses culturales, usando este término en el sentido más amplio que engloba varios aspectos. Excusas para viajar siempre he tenido, razones para regresar a España, infinitas.
Siempre hay una idea disparadora que me lleva con varios meses de anticipación a comenzar el viaje a través de notas, libros, autores literarios y también con los videos de las redes que nos van preparando mentalmente.
Lo peor que le puede suceder a un viajero es llegar a una ciudad pensando que verá otra. No se puede visitar a Lisboa con el chip de Paris, por ejemplo. Cada país, cada región, cada ciudad, requieren una preparación previa que incluya conocimiento del clima, geografía, gastronomía, costumbres, religión, entre otros factores que conforman la idiosincrasia de los habitantes de un lugar, metier obligatorio del viajero, por lo menos en mi definición de trotamundos.
Llegar a comprender al común habitante de un lugar nos convierte en personas más respetuosas, más humildes y nos permite disfrutar mejor de la experiencia en la convivencia.
Corría el año de 1997 y se anunciaba la inauguración de la primer sede del museo Guggenheim en Bilbao, hecho que conmocionó al ámbito artístico internacional por varias razones.
No existía hasta el momento un caso de franquicia museística y nunca se le había dado más importancia al contenedor que al contenido. Recordemos que ese museo fue obra del arquitecto Frank Gehry (1929) y que su construcción “ levantó polvareda ” por su forma orgánica, por los materiales usados con su cubierta de cinc y titanio, por su enorme costo que en su momento impactó y porque se erigía en una ciudad que a los ojos de los españoles así como de los viajeros internacionales pasaba desapercibida.
¿Quién va a ir hasta a Bilbao a visitar un museo?, ¿dónde quedaba esta ciudad?, eran algunas de las preguntas que circulaban en el colectivo internacional.
– Ese dinero nunca más lo recuperarán y esto hundirá al ayuntamiento de la ciudad, – fueron algunos de los tantos comentarios que se oían.
Discusiones y análisis que se pueden leer y disfrutar en el libro titulado “Crónica de una seducción”, escrito a partir de la investigación que realizó Joseba Zulaika donde revela los entremeses de la discusión previa a la decisión, negociación y construcción del museo.
Libro muy interesante donde se destaca la imagen del valiente Thomas Krens (1946) quien llevara adelante el proyecto, habiéndole costado casi su cargo de director general del Guggenheim de New York.
La razón para mi viaje ya existía. Ahora debía armarlo de forma tal de contemplar también los gustos de mi esposa y darle otro título para que se sintiera incluida y complacida.
Es así que preparamos un itinerario que comenzaba en Madrid desde donde partimos en coche hasta Bilbao visitando algunas ciudades previas, para luego continuar por todas las regiones del norte del país que nos llevaron por Santander, Santillana del mar, Oviedo, Gijón, La Coruña, Pontevedra y Vigo desde donde ingresamos a Portugal recorriendo el país hasta Lisboa, lo que formaría parte de otra crónica viajera.
Hasta ahora todo el desarrollo de esta historia no deja de ser introductoria, pues el meollo de la misma no radica allí. La uso a modo de atajo para llegar a hacia donde vamos: Guernica.
Es muy diferente la zona vasca del resto de España. Cuando se ingresa a la región, sus rutas denotan que estamos en otro país. La diferencia es abismal. Bilbao donde la gente que circula por las calles como Somera, la Gran Vía o Dos de mayo, son tan elegantes que convierten las veredas en pasarelas de moda. Toda esa resolución logística y placentera a la vista, invita a que uno no quiera dejar la región del País Vasco, por lo cual, ya que estábamos allí, decidimos seguir hasta Guernica, ciudad que continuaba dentro del programa artístico del viaje.
Sabemos que dicha ciudad tiene un gran interés emotivo más que turístico pues la misma fue bombardeada por alemanes e italianos durante la Guerra Civil Española, hecho que conmoviera a Pablo Picasso que lo inmortalizó en el cuadro que lleva el mismo nombre.
– “No hay mucho para ver allí , pero si llegais”, – nos había dicho un amigo, – “no dejéis de probar el plato típico Besugo”.
Así que luego de una vueltita por la ciudad, arribamos a un restaurante típico del lugar. Se trataba de una taberna donde suelen almorzar vecinos y gente de trabajo que se desempeñaban por allí cerca. No recuerdo si nos lo habían recomendado o llegamos siguiendo nuestro olfato.
Desde afuera no se veía nada más que los visillos de sus vidrieras y sin titubear y con mucha hambre, nos metimos de una. El lugar estaba muy animado y las voces de los comensales se convertían en lo que parecía un zumbido de abejas. Todo hasta tanto sonó la campanilla de la puerta de entrada que avisaba nuestro ingreso, momento en el cual todos y al mismo tiempo, dejaron de comer y se dieron vuelta para observarnos. Fue como si decenas de ojos nos escanearan.
Nunca más olvidare ese instante, casi intimidatorio al grado que mi esposa me dijo – mejor vayámonos.
Todos eran hombres adultos y el resultado del escáner fue: pareja de turistas paletos; mujer fuera de contexto. Y sin lugar a dudas sus miradas nos incomodaron pero firme a nuestro propósito, pedí al mozo nos ubicara en una “mesita para dos”.
Al momento de escoger el plato no había dudas y sin siquiera mirar la carta ordenamos : queremos Besugo. Reconozco, creo que ni recordaba que se trataba de pescado. Seguramente el apetito que tenía sumado al frío, me llevó a pensar en un plato de olla burbujeante con patatas , pimientos y tomate, por decir algo.
El ambiente estaba un poco tenso. Un mozo no muy simpático, decenas de personas que seguro les incomodábamos y un plato de comida que prometía sin mas, pues no teníamos mucha idea. Atento a la mesura de mi esposa, siempre sobria a la hora de ordenar, pedimos un plato para compartir.
– Si nos gusta y quedamos con hambre, pedimos más, – siempre dice. Todo lo contrario a mi que como con los ojos y lo quiero todo.
Pan va, pan viene, pues los platos los preparan en el momento, la espera se hizo un poco larga. Tal vez sacrificaron el pez un rato antes de prepararlo.
La intriga era grande y los jugos gástricos no paraban de fluir hasta que llegó el momento.
El mozo nos puso el plato en el medio, instante en que hicimos contacto visual con la comida y nuestras caras se transformaron. Y nunca un termino mejor usado, pues realmente hicimos contacto visual con el pescado que también nos miraba.
Te lo sirven entero, con sus ojos intimidantes y la boca abierta llena de filosos y puntiagudos dientes que no tienen, pero que parecía tener diciéndote: ¡cómeme si te atreves! .
Y realmente impresionaba tanto que hasta pensamos en cambiarlo por otra cosa, una pechuga de pollo o un omelette que nunca será diferente a la idea preconcebida. Pero no podíamos pasarnos toda la tarde allí, amén de que llevábamos un largo tiempo esperando y yo no quería dejar de tildar ese platillo tan recomendado.
– ¿Por que no habré pedido las alubias a la Guernica, también típicas? – me pregunté, habiendo visto la pinta de ese ensopado con porotos.
Minga de acercarnos a pinchar cerca de su cabeza. Comenzamos comiendo las papas y cuando llegó el momento de pincharle, era tanta la impresión que temiendo mi esposa no lo probara, quité rápidamente la blanca y almidonada servilleta de mi falda y se la tire por encima de la cara del animal.
Alternativa que solucionó el tema, permitiéndonos probar el famoso pescado que dividimos en ambos platos con la ayuda del mozo y que por supuesto estaba exquisito.
Nunca más me olvidaré de esa instancia que nos hizo cómplices de un momento memorable. Debería de regresar por el lugar y no impresionarme con la forma en que sirven el pescado. Cosa extraña, podríamos decir, tratándose de gente que comemos tanta carne, pero ni a mi esposa ni a mi nos gustan las achuras, mucho menos las cabezas de corderos como suelen comerse y la carne, para nosotros siempre tiene que estar cocida donde no se vea nada rojo.
No volví a ver un pescado servido de esa forma, lo que me lleva a pensar a veces sino fuera obra del mozo quien eligiera el más impresionable para diversión del resto de los comensales.



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