Nunca le habían gustado las despedidas, mucho menos esta.
Mr. Kent salió temprano de su casa como todos los días antes del amanecer, para ordeñar las vacas que eran el sustento de su hogar. Con la leche que recogían, hacían quesos que luego vendían en la abadía de la ciudad.
Los últimos años habían sido muy malos para el campo y el rendimiento de las lecheras había disminuido en forma sustancial. Su hijo mayor trabajaba junto a él y le era de gran ayuda, pero los ingresos no daban para cubrir los gastos de ambas familias, por cierto, numerosas. La situación en el país venía de mal en peor y se avecinaban tiempos aún más difíciles.
A pesar de que los fríos más fuertes ya habían pasado, aquel abril en Irlanda aún se hacían sentir. Mr. Kent caminaba junto al río, apoyado en su bastón. Arropado por el saco de lana que le había tejido su esposa, al igual que los guantes y la gorra, no lograba entrar en calor. Le costaba mucho levantar la cabeza, no solo por el viento, y sus pasos eran cada vez más pesados.
Su hijo había oído de las posibilidades de progreso en Nueva York y no podía dejar pasar esa oportunidad. Un barco que partiría desde Southampton, Inglaterra, haría una escala en Fermoy ciudad que le quedaba muy cerca de casa.
Los días previos a su partida habían sido de mucha emotividad. Su hijo había vendido un par de vacas y con la ayuda económica suya, emigraría con su esposa y los chicos. Asumir que no los vería más, le dolía en el alma.
En el momento de la despedida, Mr. Kent prefirió no estar presente. No creía soportarlo. Ya habían tenido oportunidad de abrazarse. Sabía que se trataba de un adiós definitivo y aún debía de ser fuerte para terminar de criar el resto de sus hijos.
Su hijo salió con su familia un día antes para estar a tiempo a la hora que atracara el barco. También querían pasar por la iglesia de la ciudad para recibir la bendición del párroco. Llevaban quesos y mermelada de arándanos que su madre les había preparado. Los chicos estaban muy excitados con la idea de viajar en barco. Habían oído que se trataba de uno muy grande y la travesía prometía mucha diversión. Al llegar al puerto sus expectativas fueron superadas ampliamente.
–¡Guauuuu!, –exclamaron y de la mano de sus padres, quienes no dejaban de sollozar, subieron por la escalera que les conducía a tercera en forma directa.
En el momento de partir, cuando el Titanic hizo sonar su bocina, no supieron que aquel viaje sería conmemorable.



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