Aquel día sería especial para Severino, aunque él, no lo sabía.
Tenía un andar ágil pero siempre se ayudaba por su bastón de mango de alpaca, obsequio de su esposa. Su cara estaba signada por el tiempo, aunque nunca había aparentado la edad correspondiente. No le costaba mucho peinarse y siempre estaba presentable.
La casa, enclavada en medio de un valle era el sitio que había escogido para descansar. De pequeñas dimensiones, con todo al alcance de la mano, estaba alhajada con objetos de mucho valor afectivo y él se complacía al observarlos recordando sus orígenes, cómo los había escogido y en dónde.
Se sentía arrullado y protegido por ellos. Se había munido de todo lo necesario para vivir plácidamente: una biblioteca cargada de libros, una buena estufa a leña que siempre estaba encendida, un cómodo sofá de cuero y la compañía de su perro Falucho y su gato Tomasino. Fuera de la casa tenía un par de gallinas y una yegua que desde hacía mucho tiempo no montaba.
Llevaba una vida en orden y despreocupada.
Se levantaba temprano y luego de atender a sus animales, recorrer su jardín y cuidar de sus tomateras, salía a caminar para mantenerse activo.
A media mañana solía sentarse frente a la computadora donde se entretenía hasta la hora del almuerzo. Prácticamente no iba nunca a la ciudad.
Recibía la visita de sus hijos en forma periódica, quienes se encargaban de traerle el surtido. Luego de comer se recostaba a leer y generalmente se quedaba un rato dormido.
A la tarde extendía su caminata y llegaba hasta el arroyo donde le apetecía sentarse a observar los pájaros y escuchar sus cantos. Se dejaba sorprender por la naturaleza percibiendo los cambios climáticos a través de las conductas de los animales y poco a poco le iba dedicando más tiempo a la contemplación que a la lectura. Su corazón palpitaba cuando veía una mulita que se le cruzaba con sus crías, un zorrillo que corría hasta su guarida, los ñandúes que iban cambiando de territorio detrás de las pasturas, entre otras manifestaciones de la naturaleza. Siempre caminaba acompañado por su perro a quién tenía acostumbrado respetar al resto de los animales.
A veces le seguía su yegua en quién se apoyaba en ciertas oportunidades, a la hora de regresar. Los días de tormenta eléctrica se cuidaba de no salir. Hacía cruces de sal gruesa que ponía en un plato en la intemperie y también le gustaba cortar la tormenta trazando movimientos en el aire con un gran machete como lo había aprendido de sus abuelos.
Ese día, al regresar de su paseo, se sintió más cansado de lo habitual. Atizó el fuego, agregó un tronco y se recostó en el sofá se cubrió con una manta, aferrado a su rosario. No había pasado mucho tiempo cuando lo despertó un aroma de guiso que venía de la cocina. Sorprendido, se levantó y fue hasta allí, donde vio a su esposa revolviendo la olla.
– Lávate las manos, que ya va a estar – , le dijo ella.
En el otro extremo de la mesa, su madre clasificaba las lentejas para dejar en remojo durante toda la noche. Continuó recorriendo con la mirada alrededor. Afuera, debajo del ombú, estaba su padre sentado y le invitaba con un gesto a tomar mate.
– Qué felicidad tan plena –, se dijo, mientras cerraba sus ojos y tras respirar en forma profunda, la habitación se inundaba de luz.



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