Apenas salió de la cama se asomó por la ventana y corrió hacia la playa.
El cielo estaba cubierto por grandes nubarrones que pasaban por todos los matices del gris hasta el casi negro.
El olor a mar que traía el viento a la casa, presagiaba un mar revuelto.
Raúl solía recorrer la playa en las mañanas temprano, donde iba recogiendo junto con sus hermanos y amigos los caracoles que el mar había traído la noche anterior y que su madre les iba señalando con una varita.
Agotados y con los baldes llenos, luego de un chapuzón, la parada esperada para hacer un gran castillo y adornar con los pinitos de arena que se afanaban en hacer lo más altos posible.
En los días de tormenta, la consigna era recoger berberechos para luego saborear en un gran plato de arroz.
No había avisado a sus padres que iba a la playa y las olas le invitaban a un abrazo feroz que le devorarían.
No recuerda el momento del revolcón y fueron varios minutos en que perdió la noción de la situación. Tampoco se dio cuenta cuando fue sacado de la mano hacia fuera del agua.
Luego de estar tendido un rato sobre la arena abrió los ojos y se sorprendió de la cara del “viejo loco de mar” que le cacheteaba para reanimarlo.
Era común ver a aquel hombre mayor un tanto desaliñado caminando a diario frente a la playa hablando con el mar, razón por la cual los chicos le tomaban el pelo y le gritaban sin acercársele demasiado.
Luego de un rato se incorporó y el hombre le acompañó a un reparo hasta tanto se restableciera. En esa oportunidad pudo tomar nota de la calidez humana de su salvador quien le contó la razón de su presencia diaria en la playa.
Hacía unos años su hijo también se había metido al mar picado en un día de tormenta y aun le estaba esperando, razón por la cual día a día le buscaba.
Desde aquel día Raúl sintió tener un compromiso con su nuevo amigo, y cuando le veía caminaba junto a él buscando su hijo.



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