Creyó que su vida había cambiado para mejor. Para siempre, pero se equivocaba.
Llegó una tarde de invierno de mucho frio. Entró a la cocina de brazos cruzados, cubierta por un saquito que daba pena, una pollera tejida de varios tipos y colores de lanas y unas zapatillas de verano.
–Me llamo Pancha, –dijo al presentarse sin levantar la vista del suelo.
Su patrona estaba feliz, pues necesitaba quien le diera una mano en la cocina. Una más contenta que la otra. Pancha, acaba de encontrar un techo y su patrona recientemente casada, proveniente de la capital, se había trasladado al campo para acompañar a su esposo y necesitaba alguien en las tareas de la casa.
El destino las había juntado: “el hambre con las ganas de comer”. Ninguna tenía las básicas para llevar una casa adelante, pero poco a poco se fueron conociendo y en la inmensidad del campo, en las angustiosas tardes en que no se oía más que los gritos de los animales, ambas se acompañaban y reían mucho.
Lo que Pancha más disfrutaba , era columpiarse en la hamaca paraguaya bajo el alero de la casa, mientras tomaba mate. Lo más terrible, era ver el toro aunque fuera de lejos, a quien temía enormemente.
Sabía hacer de todo, pero nada le salía bien…Lo importante, como afirmaba su patrona, era su predisposición y su cara sonriente en todo momento. Siempre estaba cantando mientras realizaba las tareas.
Su mayor sacrificio era asearse. Había que recordarle de su baño diario que a veces se salteaba. En una oportunidad su patrona la vio enterrar unos repasadores para no tener que lavarlos. De edad, dudosa. De a ratos parecía ser joven, pero de otros no, mucho menos cuando se reía donde enseñaba su dentadura incompleta.
Siempre hablaba de su hijito, hasta que un día la fue a visitar. Orgullosa de que el mismo estaba concurriendo a la escuela, lo puso a leer frente a su patrona, para florearse de semejante avance a pesar de que el chico tenía doce años.
–El oroguayo valiente, el que pelea en la guerra, el que mata con la lanza, –leía cantaba en voz alta, hasta que la patrona se acercó para constatar que el texto era otro.
En algunas noches se oían pasos de un peón que la visitaba en su habitación. Pancha hablaba de “su novio”, aunque él durante el día la ignoraba. Todo resultaba tedioso, pero divertido y su patrona nunca había imaginado que se la pasaría tan bien en el campo. Pasaron unos cuantos meses hasta que una tarde la vino a buscar la policía. –Que vida tan infeliz la mía, fue lo último que dijo antes de partir, –nunca serviré para nada.
Su patrona no salía del asombro, hasta tanto su marido le explicó que la había encontrado en la comisaría el día que se la trajo. Nunca más supieron de ella, ni de las razones de su condena, ni de cómo realmente se llamaba, pero aún hoy día, luego de más de cincuenta años se sigue hablando de Pancha en la familia, de lo felices que fueron, recordando todas las anécdotas durante su estadía.
Al final , Pancha estaba equivocada. ¡Claro que servía! Servía para dar afecto, para hacer más llevadero a su patrona acostumbrarse a la vida de campo, para hacer reír, a pesar de que la vida había sido tan recia con ella.
¡Por siempre Pancha!



Deja una respuesta