Al regresar a su casa, se dio cuenta de que sus planes serían otros.
Llegó de la oficina ilusionado de tener el fin de semana para salir con amigos, ir al estadio, cenar fuera y distraerse. Apenas pasó el umbral de la puerta, lo abrazó el aroma mezcla de remedios, pañales, vahos, purecitos de zapallo y demás.
–¡Que felicidad tener esta linda familia!, –pensó.
Cuatro chicos todos tan seguiditos, tres de los cuales aún usan pañales. Su esposa, atareada, cuando él entró a la cocina, le cedió un mamadera y un delantal. Ni siquiera le preguntó como le había ido y lo saludó sin prestarle la atención debida, con un beso que rozó la boca y que nunca llegó a su mejilla siquiera.
Entregado a la tarea de padre, se sentó en el piso, tomó el chico en brazos y le dio el biberón. Luego, se quedó jugando con ellos, cambiando el pañal a uno, haciéndole la inhalación a otro, aún sin haber tenido oportunidad de desabrochar el nudo de su corbata. Entre toses, resfríos, mocos y llantos, comenzó a distraerlos jugando hasta tanto su esposa preparaba la cena para ellos.
Nunca se había imaginado que hipotecaría su vida de esa manera. Siempre la había proyectado como vieron en románticas películas en que las parejas disfrutaban de un idilio entre distintas actividades, paseos y viajes. Se le hacía muy difícil ceder su tiempo para atender a su familia. Había dejado de jugar al fútbol con sus amigos los sábados, de pescar y ni hablar de salir los fines de semana.
–¡Esto no es vida!, –se dijo, mientras recorría con la mirada el ambiente.
En medio de la situación, provocado por un aviso televisivo, la mente se le disparó hacia una playa solitaria, con palmeras, una hamaca, un libro, el ruido del mar y su mujer acostada junto a él, tomando sol.
No se oía más que las olas al reventar en la orilla. Salieron a caminar de la mano mientras el sol se iba acercando al mar. Ya se sentía el aroma del pescado en la parrilla y había dejado una botella de vino blanco en la hielera. Al otro día saldría a correr temprano, para luego nadar y bucear antes del almuerzo. La siesta sin dudas, sería en la hamaca acompañado de aquella novela que prometía. Se trataba de la historia de un hombre agobiado por su rutina que decidía largar todo y comenzar una nueva vida en una playa lejana de pescadores.
Las gaviotas revoloteaban detrás de los barcos que iban llegando con la pesca y los perros ladraban y corrían por la playa aguardando sus bocados. La reposera con la toalla encima le invitaba a recostarse.
– Está pronta la cena!, – fue la frase que lo trajo a la realidad, en el momento en que la esposa le alcanzaba el plato para que comiera allí mismo en el piso, sin despertar al niño que se había dormido en sus brazos.
–¿Que más podemos pedir querido, con esta linda familia? – le susurró su esposa, – creo que tendrás que dormir aquí con él, por las dudas de que se despierte con un acceso de tos.
– Si querida, tienes razón y lo que tu digas estará bien.



Deja una respuesta