En los días pasados había caído mucha agua. Se temía que el arroyo del potrero del fondo se hubiera desbordado y habría que ir a ver los novillos.
A Martín le gustaba mucho trabajar en la estancia de su padre que algún día sería suya. La recorría diariamente controlando el estado del ganado.
Esa mañana le había costado mucho salir de la cama. Lo llamaron cuando aun no amanecía y apenas salieron a trote lento, comenzó a aclarar. El cielo estaba despejado, lo que les generaba tranquilidad para desarrollar la tarea.
Martín ni siquiera había podido quitarse el pijama del frío que tenía y se puso la ropa encima. A esa hora no tenía apetito alguno y le revolvía el estómago al ver como los peones desayunaban la carne de la noche anterior. Se había llenado los bolsillos de su bombacha de mandarinas que recogió desde arriba del caballo. También llevaba una maleta de arpillera que él mismo había confeccionado, con galleta de campaña pues la jornada sería larga.
La mañana estaba fría pero se esperaba que la temperatura bajara más aún. Tiritando, ató las riendas de su caballo con un nudo, se cubrió la cara con su pasamontañas y llevó sus manos a los bolsillos del abrigo. Así, siguiendo al resto de la tropilla y a puro talón conduciría hasta tanto se calentara. Los sueños que había tenido durante la noche, seguían rondando en su mente, atrapado en un mundo de fantasía del cual no lograba salir. Había tenido una pesadilla.
El campo estaba encharcado y la helada había congelado el agua. Los cascos de los caballos surcando por el camino producían el único sonido que se oía y Martín lo disfrutaba como un bálsamo para su somnolencia. Ni los pájaros aún habían salido de sus nidos.
–Salir de la cama no fue changa, no? –le comentó uno de los muchachos.
El viaje sería largo, pues los novillos estaban en el potrero más lejano de la casa. Paulatinamente, el campo comenzó a despertarse. Gritos de teros alertados por el paso de la tropilla, el canto de los horneros en la puerta de sus nidos, algún que otro cardenal de copete rojo y las infaltables viuditas grises volando siempre delante de los caballos. Los perros buscando el rastro de alguna perdiz o liebre que les hicieran entrar en calor. A lo lejos, una bandada de ñandúes que solían pastar de pasada hacia otros campos linderos. Martín se dejaba deleitar por la naturaleza a través de todos sus sentidos.
Al llegar a la primera portera, desvió su mirada hacia un timbó aislado distante de su camino, donde se dirigió casi sin saber por qué. Allí se encontró con un hombre, sentado debajo del árbol al abrigo de su fogón calentando agua en una lata devenida en caldera con un asa de alambre.
–A buen tiempo, – dijo a Martín, mientras levantaba el mate invitándole.
–¿A donde se dirige Usted por estos lados?.
–No tengo un rumbo fijo, voy de aquí para allá, –le respondió con un gesto subiendo sus hombros con una tenue sonrisa.
–Nosotros vamos a buscar un ganado, pero al regreso paso por Usted y se viene a casa a comer.
–No le conviene ir por el bajo, –le dijo el desconocido, mejor vaya por allá arriba.
Martín lo quedó observando un instante y cuando se dio cuenta, vio que los muchachos le habían adelantado demasiado .
–A la vuelta paso por usted, –le reiteró afirmativamente y con un leve movimiento en sus boinas se despidieron.
Sin dudarlo, siguió el consejo de aquel hombre y tomó el camino que le llevaría a destino aunque llegaría más tarde que el resto.
– Que fastidio, se dijo a sí mismo, –tendré que bajarme a abrir las porteras.
Al regreso, mientras venían arreando el ganado evitando el bajo pues el arroyo comenzaba a desbordarse, Martín corrió en un galope hasta el timbó para recoger a aquel desconocido como habían quedado. Para su sorpresa no lo encontró así como tampoco vestigio alguno de su paraje. Ni siquiera la marca del fuego en el piso.
–Que raro, se dijo, –mientras no salía de su asombro. Le costó aceptar el hecho y se fue a paso lento detrás de la tropa pensando en aquel encuentro.



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