Llegó a la estación antes de la salida de su tren con varios minutos de anticipación. El viaje desde Londres a Bristol le llevaba 2 horas y 14 minutos, lo que le daría el tiempo de leer la novela que traía consigo.
Un rato antes había parado en la confitería para escoger unas trufas y unos macarrones, que le habían envuelto en un llamativo paquete con una moña de color.
No podía llegar con las manos vacías y esperaba que uno u otros fueran de su agrado.
El tren comenzó a moverse y ni bien arrancó, Fermín abrió el libro.
El movimiento sobre las vías y el sol que le daba en la cara le generaban un estado de somnolencia que le llevaban a cabecear.
Eran las 5 de una madrugada de invierno en Siria.
Junto al estribo del coche cama se encontraba un joven teniente francés, de resplandeciente uniforme, conversando con un hombrecillo…
Cuando se despertó eran las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café caliente.
Había allí solamente un viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había referido el encargado.
No consiguió volverse a dormir inmediatamente. En primer lugar, echaba de menos el movimiento del tren. Habían parado y era una estación curiosamente tranquila.
Deberían de llegar a tiempo antes de cruzar el Bósforo y tomar el siguiente tren…
En el coche comedor del Oriente Express estaba todo preparado…
Cuando quiso darse cuenta Fermín oyó que Bristol era anunciada como la próxima parada.
¡Cómo se le había pasado el tiempo y qué poco había podido leer!, sin embargo la historia que le había acompañado le produjo una grata sensación.
Se apresuró a bajarse del tren pues aun debía de comprar las flores.
Desde el anden miró hacia el vagón y con un movimiento de cabeza se despidió de su compañero de asiento.
-Dios quiera que volvamos a coincidir al regreso – se dijo, buscando la complicidad de Poirot quien le devolvía el saludo tocándose levemente el sombrero.



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