Juan Pedro manejaba su coche por la ruta, cuando en un cruce se detuvo para observar un tractor que lentamente avanzaba por el camino de tierra lindero. Bajó la ventanilla y saludó al chofer con el gesto característico de la gente de campo, subiendo la mano y bajando levemente la cabeza.
–Adió, este muchacho, –le dijo.
En cada oportunidad que oía un tractor en marcha, el recuerdo era recurrente. El sonido actuaba como un bálsamo para sus oídos y lo transportaba a las épocas de su niñez. Como dijera su compinche de travesuras al escuchar el motor del tractor cuando se acercaba:
–ahí viene el trastor del Hugo.
Siempre llegaba antes el ruido, que el propio tractor.
La mejor parte de la jornada campera, era manejarlo y cuando había que hacer un mandado hasta el poblado cercano, Juan Pedro era el primero en ofrecerse. Casi no le daba la pierna, para apretar el embrague, pero se esforzaba al grado de tener que pararse encima del mismo.
Comenzó manejando la camioneta en la falda de su padre así como también lo hacía en el tractor. Poco a poco se fue animando a andar solo. En épocas de cosecha, manejaba la trilladora, donde la tarea, le resultaba toda una proeza tratándose de un chico de diez años. Luego daba vueltitas cortas en la camioneta dentro del campo mismo.
Sus inicios frente al volante fueron de la misma forma que lo hicieron el resto de sus amigos. Pero salir fuera del campo y tomar la ruta , era toda una osadía. Tenía trece, catorce años. Le acompañaba su fiel amigo, el hijo del casero, de casi su misma edad. Un año más chico, más o menos. Claro está, que siempre iban con un mayor que se sentaba casi fuera del tractor, de forma tal que ni siquiera recordaran llevarlo. Les gustaba sentirse mayores e independientes y siempre las conversaciones versaban en lo que serían y harían cuando fuesen grandes.
A veces los acompañaba su abuelo, cuando venía a visitarles o ayudarles con las jornadas del campo.
– Maneja despacio, chiquilín , –le decía mientras iba sentado en el escalón del tractor aferrado firmemente para no caerse, fumándose un cigarro de hojilla.
En cada ida al almacén, no podía faltar el refuerzo de mortadela y la botellita de vidrio de Coca-Cola, mientras el acompañante mayor de turno, se tomaba una grapa.
–¿Ya viene a buscar la mamadera pal viejoooo?, –preguntaba infaliblemente la anciana que les atendía quien casi no llegaba al mostrador para agarrar la damajuana del vino. Le costaba mucho caminar, estaba muy encorvada, tenía muchas arrugas y su poco pelo era blanco como la leche recién ordeñada.
Acompañó al tractor con su mirada hasta que se perdió en el horizonte, mientras creía sentir el olor a la mortadela cortada con el cuchillo previamente afilado con la chaira, con mucho cuidado para obtener la feta bien delgada. El viento de la tarde estaba fresco y cuando cerró la ventanilla para continuar su viaje, notó que una lágrima le corría por su rostro.
–Será cosa del viento, –se dijo y puso el motor en marcha.



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