Lucas fue quien abrió la puerta. Los otros fueron corriendo la cortina de esterillas y entrando en forma sigilosa.
La música que sonaba daba la impresión se trataba de un centro de relajación espiritual. El olor a incienso circulaba por toda la sala. La luz era tenue y un rayo se filtraba como pidiendo permiso para no irrumpir en el ambiente.
Se habían jurado amistad eterna, pero de eso ya había pasado mucho tiempo. Todos habían escogido un camino muy distinto.
Cada tanto se reunían con el ánimo de saber uno del otro. A pesar de que la relación se iba tornando si bien no fría, tampoco era tan efusiva como en tiempos anteriores.
Uno había escogido la carrera musical y era el más responsable y consecuente. Sabía hacia dónde se dirigía. Otro estudiaba psicología y se pasaba los días meditando. Estaba el más deportista que en cada oportunidad que tenía, tomaba su bicicleta, tabla en mano, y se iba a la playa a correr olas cuando el mar lo permitía.
Gonchi no tenía bien claro ni su carrera ni su hobby. De cada dos reuniones anuales, faltaba una, pero en las últimas dos se ausentó en forma consecutiva.
Fue allí que sus amigos creyeron que tenían que hacer algo por él. Comenzaron yendo a su casa y sus padres les dijeron que estaba en la facultad. Enseguida se percataron de que algo no estaba bien.
Preguntando a otros amigos llegaron al taller. Lucas fue quien abrió la puerta y fueron pasando de a uno con mucho sigilo. A medida que avanzaban se dieron cuenta de que el aroma del incienso no era tal y que la mayoría de los jóvenes estaban dormidos.
Finalmente encontraron a Gonchi. Estaba muy ido y no llegaba siquiera a reconocerlos. Hacía mucho que no lo veían y allí mismo se comprometieron a no descuidarlo más.



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