El sol se estaba ocultando y solo se escuchaba el sonido calmo del viento acariciando el campo.
Se dieron cuenta de su presencia cuando los perros ladraron.
Saludó desde lejos con apenas un movimiento de cabeza y siguió derecho para el galpón.
A la hora de la cena, se arrimó sigilosamente con su plato y taza de metal.
Lavado y peinado, se sentó en un rincón del alero encima de sus talones sin decir más que un “guenas noche”.
El cocinero se alegró al verle.
A los pocos minutos comentó en voz baja sin siquiera levantar la cabeza del plato: “se viene tormenta. Las joveja taban inquietas y el ganado se jue pal monte”.
Los perros le conocían, por lo que podía circular por el casco de la estancia con total libertad.
Nadie sabía su edad con certeza, ni siquiera el cocinero, pero rondaba los cuarenta.
Su casa era el campo que no conocía de límites y por la noches se acobijaba debajo de algún árbol.
Nunca dijo su nombre, pero respondía al de Juan con el que le llamaban cada vez que pasaba por allí.
Muy pocas veces se le había oído hablar, pero su mirada cálida y el gesto noble permanente, inspiraban confianza.
A la mañana temprano, antes de que los peones salieran a recorrer el campo, Juan ya se había ido.
Su cama que había conformado con unos pelegos y unas bolsas de maíz en el galpón, estaba ordenada.
Se había llevado la maleta de arpillera que le dejaron preparada a media noche, con galleta, carne y un poco de fruta.
Era una tranquilidad para el cocinero verle cada vez que pasaba por allí, aunque la herida de no ser reconocido por su propio hijo que no paraba de andar, nunca se cerraría.
Quién sabe cuando regresaría.
Quizá, con la próxima tormenta.



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