Caminaba por la plaza frente al Templo de Santo Domingo preguntándose qué hacía allí.
Oaxaca hacía 3000 años le estaba esperando y se lo hizo saber recibiéndole con los brazos abiertos, con un aire fresco y el perfume de sus árboles que acogían al peatón ávido de un reparo con sombra en aquella tarde calurosa.
Mientras se desplazaba por las calles, sentía estar siguiendo a alguien.
A la mañana temprano tomó un bus para visitar lugares alejados de la ciudad.
Apenas se vieron, sus miradas se cruzaron.
Nada que atender, nada que temer. Anduvieron todo el día con el grupo de viajeros cada uno por su lado, pero prestando atención uno al otro sin proponérselo.
De regreso del tour, al descender en la plaza, ella acompañada de su amigo, le convidó a cenar para poder charlar y conocerse. No lo dudó, y la cena se alargó hasta pasada la media noche.
A pesar de que vivían en hemisferios diferentes, sentían que se conocían de siempre y que el destino los había cruzado para que tuvieran otra oportunidad.
El encuentro no prometía nada, pero ambos sabían que siempre estarían unidos por un cordón invisible que les confirmaba que se trataba de almas gemelas que se conocían de vidas anteriores.



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