Aquella mañana soleada había comenzado de la misma forma habitual de los últimos años. Todos los días Fermín se paraba detrás de un árbol frente a su casa para observarla al salir.
Se habían conocido desde muy jovencitos pero la vida les había llevado por distintos caminos a pesar de que sus planes habían sido otros. El debió de buscarse una oportunidad laboral fuera del país que satisficiera al padre de ella. Le llevó mucho tiempo abrirse camino. Pasados unos años regresó directo a su casa y al llegar la vio salir de la mano de otro hombre.
Quedó paralizado, sin poder hablar ni respirar y sus ojos se llenaron de lágrimas. Desde ese día comenzó a vagar por la ciudad despreocupado por su aspecto físico transformándose en un hombre de la calle.
Nunca se animó a enfrentarla, a hablarle siquiera.
Por su lado Blanca, se había sumido en una larga angustia al no tener noticias suyas y luego de la insistencia de sus amigas comenzó a salir con quien hoy día fuera su esposo. Nunca más olvidaría a Fermín de quien mantenía una foto pegada en el interior de su ropero.
Fueron pasando los años y él pasaba todos los día a verla, aunque fuera desde lejos, siempre con la misma sensación de angustia lo que le provocaba rodaran lágrimas por sus mejillas. Ella nunca lo hubiera reconocido bajo ese manto de abandono, donde su barba cubría toda la cara y sus pelos lo convertían en un indigente abandonado.
Pero aquel día sería diferente. En el momento en que Blanca salía de su casa, cayó al suelo mientras le arrebataban la cartera solo atinando a pedir auxilio con una voz entrecortada.
No tenía dudas de que se trataba de aquel indigente que merodeaba su casa, pero al levantar la vista vio como el mismo corría detrás del ladrón, hasta que luego de unos minutos regresaba con la cartera en sus manos.
Ella seguía en el suelo, lastimada y llorando. Cuando levantó su cabeza no podía creer que aquel pordiosero había tenido semejante acto.
Mantuvieron un rato sus miradas y ella sintió un escalofrío que le corrió por su cuerpo.



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