En el momento en que apoyó sus manos en el picaporte, reparó los descuidadas que se veían.
Curtidas por el sol, arrugadas e hinchadas con las tierra debajo de las uñas, denotaban su actividad. Tampoco usaba su alianza que hacía algunos años no le entraba y que llevaba colgada junto con la de su esposa en una cadenita al cuello.
– Debería de haberme lavado bien las manos antes de venir, – pensó con vergüenza.
La decisión de haber llegado hasta allí, le había llevado varios meses. También había pasado bastante tiempo desde que la había tomado.
No era fácil para él. Tampoco para nadie.
Durante ese instante en qué agarró el picaporte para ingresar a la habitación, se le cruzaron por la mente muchos recuerdos que lograron que su temor pasara a segundo plano. Sus manos no dejaban de transpirar, pero eran el sustento de sus piernas que temerosas se habían paralizado.
Tuvo que esperar el segundo “adelante” para dar el paso.
En el momento en que ingresó a la habitación bañada en luz, en lo primero que reparó fue en la planta que estaba en el rincón debajo de la ventana frente al escritorio.
La paupérrima situación de la misma ya le dio mala pauta. Luego recién subió su mirada.
-Tiene que cuidar un poco más esta planta, doctor. Le falta un poco de abono y tiene que cortarle las hojas marchitas para que rebroten, – fue lo primero que comentó, incluso antes de saludarlo temiendo estirar su mano que intentaba cubrir con la boina.
Cuando llegó a su casa, se dirigió directamente al jardín. Solo atinó a dejar el sobre con las recetas encima de la mesa sin reparar en más nada, mientras decía en voz alta:
– estos médicos no saben nada. No sé para que habré ido.
El dolor era recurrente más que nada a la hora de acostarse. Le costaba dormirse y su somnífero era un vasito de vino así como la idea de trabajar al día siguiente en su jardín y cuidar de sus gallinas.
Allí en su paraíso se olvidaba de todo. Dividía su tiempo entre la quinta y el cuidado de sus árboles frutales. Tampoco descuidaba los rosales de su esposa. Un día fumigaba, otro plantaba, otro carpía la quinta, otro cosechaba, siempre siguiendo los lineamientos del almanaque anual del Banco de Seguros del Estado fiel instructivo desde que se había jubilado.
No le faltaba nada y todo lo que producía lo llevaba a su mesa. A la mañana tomaba mate y a media tarde mate de té, donde solía poner hojas de varios yuyos y árboles provenientes de su jardín, dependiendo de sus dolencias.
Tenía Anacahuita que usaba en invierno cuando le dolía el pecho y tosía mucho; Cedrón, que además de ser muy rico era “bueno para todo”; hojas de Pitanga para el reflujo y sus frutos que daban gusto a la Caña; Marcela para la baja presión, entre otros yuyos que acostumbraba consumir. Cada oportunidad que iba por el campo, recogía Carqueja, buena para la digestión pues “limpia todo”, decía.
Pasaron algunos días en que no recordaba acostarse ni levantarse siquiera y no le dolía nada. Se sentía curado y disfrutaba toda jornada en su jardín sin interferencia alguna
-Es como yo digo, – pensó, los médicos no saben nada. Seguro que el Llantén me está haciendo bien, -se decía mientras recogía morrones y unos grandes y relucientes tomates que le llevaría para que su esposa agregara en la ensalada, quien ya lo había llamado un par de veces para almorzar.



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