Tilcara, Argentina.
El arte también es un vehículo de asimilación. Algunas veces funciona mentalmente y otras a través de los tantos sentidos que tenemos, los identificados y los otros.
Comprender un sitio remoto, un lugar distante a nuestro hábitat, nos demanda tiempo, análisis mental y estudio. Muchas veces hay que dejarse envolver por el espíritu del lugar y permitir el abrazo del entorno permitiendo nos haga suyo.
En este viaje que realicé al norte argentino, me trasladé hasta el “planeta Marte”, sensación que iba teniendo a medida que recorría tierras de distintos colores, texturas, temperaturas, fisonomías, flora y fauna únicas y diversas.
Mas allá de haberme quedado inmensamente asombrado, sentí estar en le Edad Media, en medio del Gótico, donde la inmensidad de los elementos que nos rodean, nos empequeñecen al grado tal de dejarnos minimizados frente a tal despliegue en tamaño y diversidad morfológica.
Mutamos de seres humanos a seres animales, formando parte de un cosmos sin lograr su comprensión total.
Al final de mi periplo entre Salta y Jujuy, llegué al taller de Fernando Fernández (Buenos Aires, 1972), a instancias de un amigo en común que entendió debíamos conocernos.
Fernando es un artista multidisciplinario, formado en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, habiendo realizado también prácticas artísticas en Alemania e Italia. Su creatividad denota un relacionamiento con el entorno natural del paisaje que le rodea y aprisiona.
Muestra de su inquietante creatividad, es el hecho que dibuja y pinta las facturas de los clientes del restaurante que dirige junto a su esposa, la chef con reconocimiento internacional, Florencia Rodriguez.
Escogieron vivir y trabajar en Tilcara. Esa distancia natal, les permite un análisis objetivo del lugar, valorando y analizando el medio que hicieron suyo por adopción.
Abrazado por la quebrada de Humahuaca, se encuentra su taller, el cual ocupa toda una amplia casa que utiliza para crear sus obras en distintos soportes como es la pintura y la escultura en madera.
En la misma, tiene una huerta orgánica que nutre los platos que su esposa elabora en su restó El Nuevo Progreso sito en la misma ciudad.
Fernando y Flor, conforman un matrimonio muy curioso y creativo. Ella en la cocina buscando nuevos sabores y él creando a partir de un diálogo constante e íntimo, que ha logrado con su entorno luego de 20 años de convivencia con esa ciudad.
En ese vínculo entre artista y espacio, existe una retroalimentación entre ambos. Las montañas le hablan, lo abrazan, lo hacen suyo y también le sugieren formas para pintarlas e interpretarlas, las cuales realiza con el vértigo propio del lugar.
Lo asombroso, más allá del resultado de sus obras, es que crea sus propios colores extrayendo las tonalidades de los diferentes matices de la tierra y que allí son muy variados. Eso le genera un adicional a su obra, realzando el impacto logrado frente al espectador que queda enigmáticamente prendado.
El artista es dependiendo de su entorno. Los colores de los paisajes que habita así como las amplitudes de los mismos, son grandes influyentes en las obras.
Pararse frente a una pintura de Fernández, nos lleva a reflexionar en la diferencia existente entre los artistas uruguayos, donde los límites de nuestras llanuras no tienen fin, o los artistas que viven en la costa, donde el mar los traslada hasta infinitos personales, con un inventiva que no cesa en el horizonte y que sosiega o que perturba al artista.
En la Quebrada, se genera una sensación de opresión, se mire para donde se sea. Las montañas nos resguardan pero también nos aprisionan, nos hacen suyas en tanto que nos protegen.
Ese análisis producto del cambio de hábitat, requiere para el visitante un tiempo para su comprensión, si es que lo logramos, a la vez que para su asimilación.
Fernando, habiendo llegado de adulto al lugar, lo ha logrado a través de un vínculo muy colorido y con el ritmo sinuoso propio del lugar donde no existen los ángulos rectos y donde todo parece vibrar.
El paisaje va variando minuto a minuto en función del movimiento del sol, y las tonalidades van cambiando luciendo en toda su amplia gama de colores.
El polvo, que constantemente se desplaza por toda la ciudad, genera un barniz particular que cubre todos los espacios. Al principio, me ocupaba de mantener mi ropa y calzado libre de polvo. Ver el coche con ese barniz ocre me daba ganas de lavarlo así como también de “manguerear” las calles, las casas, hasta tanto lo acepté como parte del paisaje urbano.
La oportunidad de la visita del taller de este jujeño por adopción, me permitió lograr, si bien no una comprensión, una asimilación, llegando a pactar en forma pacífica, un acuerdo amistoso con el lugar.
Las distintas manifestaciones cromáticas que realiza Fernandez a través de paisajes tanto naturales como urbanos, me alivió el peso que traía, logrando aquel sabio dicho de que cuando no puedes contra tu enemigo, mejor únete.
Fue necesario ese encuentro para no solo asimilar, sino también apreciar ese entorno tan diferente al nuestro que en determinados momentos nos puede incomodar.
La definición del arte, se ve plasmada en las obras de Fernández, quien se une al entrono en un prolongado abrazo tácito y pacífico, donde ambos se unen haciéndose suyo uno al otro. El paisaje natural incidió en su obras y viceversa, pues a partir de ver sus obras, el paisaje se nos vuelve arte.
Abandoné el taller con una sensación subliminal, en un acuerdo amigable con el lugar donde el aprisionamiento y el polvo se convirtieron en compañeros de ruta.
El hecho que su obra haya logrado el entendimiento mutuo entre artista y lugar, da la pauta de la grandiosidad de ambos.
Me quedé provocado con la idea de confrontar obra de Fernández con obra de artistas uruguayos donde los límites son otros, buscando un diálogo entre ambos entornos.




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