Museo Nacional del Ecuador

Quito, Ecuador.

Entre las raíces precolombinas y la modernidad negada

El Museo Nacional del Ecuador, ubicado dentro del complejo arquitectónico de la Casa de la Cultura en Quito, atraviesa actualmente un proceso de renovación que lo mantiene parcialmente cerrado. Sin embargo, lo que hoy exhibe basta para recordar por qué este museo es una de las instituciones culturales más importantes del país: una síntesis lúcida entre pasado, presente y memoria.

La historia de un museo que insiste en sobrevivir

La creación del primer museo público ecuatoriano se remonta a 1839, por iniciativa de Vicente Rocafuerte. Aquella primera tentativa duró poco —apenas dos décadas—, pero sentó las bases de una idea que atravesó siglos: la de construir un relato nacional a través del arte y los objetos.

El actual Museo Nacional nació de esa genealogía inestable. Pasó por el Banco Central, sobrevivió a cierres, traspasos institucionales y reformas sucesivas, hasta consolidarse como el MuNaE.
Su historia es, en sí misma, una metáfora del país: una institución que resiste entre discontinuidades, refundaciones y promesas culturales.

Sociedades originarias: un diálogo entre cosmos y territorio

El recorrido por las salas dedicadas al arte precolombino es una experiencia de inmersión en las tres regiones del Ecuador: Costa, Sierra y Amazonía. No hay saturación ni artificio museográfico.

Cada vitrina parece respirar. Las piezas —cerámicas, figurillas, utensilios rituales— dialogan en silencio con el visitante.

Lo más notable es cómo la curaduría evita la mirada arqueológica fría y apuesta por un enfoque simbólico. Los objetos no se presentan como reliquias, sino como huellas de cosmovisiones activas, aún latentes en las comunidades actuales.

La presencia incaica se percibe como una sombra de poder, pero también como un eco cultural que dejó arquitectura y pensamiento: Ingapirca, Pumapungo, Rumicucho.

Irene Cárdenas: la modernidad en voz baja

En el segundo piso, el museo le hace justicia a una figura que la historia del arte ecuatoriano marginó: Irene Cárdenas (1920–1996).

Su retrospectiva, la primera que se realiza, es un rescate tan necesario como conmovedor.

Cárdenas fue una pionera de la abstracción en Ecuador, cuando el canon dominante era el indigenismo. Se apartó de la Escuela de Bellas Artes y continuó su formación junto a Olga Fisch y Jan Schreuder.

En los cincuenta, llevó su obra a la Bienal de São Paulo, y más tarde, desde el grabado y la monotipia, desarrolló un lenguaje de geometrías sensibles, transparencias y tensiones entre control y libertad.

Un silencio que se vuelve presencia

La exposición logra algo infrecuente: devolverle la voz a una artista que la crítica y las instituciones callaron.

En sus obras hay una energía silenciosa que dialoga con los movimientos de la modernidad internacional, pero desde una interioridad propia, profundamente ecuatoriana.

Su técnica es rigurosa y experimental a la vez; sus líneas blancas y negras son fronteras de luz. Lo tridimensional en sus cuadros anticipa búsquedas que recién décadas después serían reconocidas en el arte contemporáneo de la región.

Un museo que se mira a sí mismo

El MuNaE, aún entre andamios, cumple con una tarea esencial: repensarse.

No solo preserva, sino que interroga sus propias narrativas. La selección actual —entre lo ancestral y lo moderno— es una declaración curatorial de coherencia y madurez institucional.

El visitante sale con la sensación de haber recorrido la historia del arte ecuatoriano, pero también los vacíos que la conforman: los silencios, las omisiones, las mujeres invisibles, las memorias fragmentadas.


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