Cancún, México.
Luego de viajar durante cincuenta días en nuestra Luna de Miel, optamos con Norita y antes de regresar a casa, hacer un alto en Cancún para descansar del ajetreado viaje.
Un viaje maravilloso que también puso a prueba nuestra convivencia. Arrancamos en la isla Mykonos en Grecia, para luego recorrer gran parte de Europa encima de un Renault al cual no le dábamos tregua alguna, incluyendo subidas a zonas montañosas donde parecía que no lo lograría, para llegar a los glaciares donde íbamos a esquiar.
Luego volamos a New York y de allí a México para recorrer el DF, Mérida hasta llegar al descanso prometido en un hotel “sin tener que movernos” ni recorrer museo alguno.
Habiendo realizado el viaje de egresados de la Facultad de Economía, aquella Luna de Miel no dejaba de estar contaminada y Norita se refería al mismo como “nuestro grupo de viaje”.
Llegados a Cancún, el hotel escogido contaba con servicio de playa en en espacio privado donde disfrutábamos recostados gran parte del día en unas cómodas tumbonas.
Nos levantábamos muy temprano pues las primeras horas de la mañana eran deliciosas para nadar en el mar, por lo cual los días se nos hacían largos y a las 10 hs AM, era de rigor realizar regias siestas frente al mar.
Una mañana de esas, Norita atenta al servicio de paracaídas acuático ofrecido en la playa, me propuso hacerlo.
Reconozco que quedé sorprendido pues a priori me parecía una práctica peligrosa mucho menos para una mujer tan poco osada como ella a la hora de buscar
— Ni en cuete, —fue lo primero que me salió, luego que me hubiera despertado para semejante propuesta.
—Vos sos loca querer subirte a eso con lo peligroso que se ve, —repliqué frente a su insistencia.
El paseo consistía en amarrarse mediante un arnés a un globo aerostático que se eleva en muy poco tiempo y es controlado mediante una soga desde una lancha que luego va navegando para lograr el movimiento del paracaídas y del rehén, que queda sujeto al vaivén de las corrientes de aire.
Luego de mucho insistir y de poner a prueba su decisión que estuvimos conversando largo rato, accedí a acompañarla con la consigna que subiríamos juntos.
Los pasos consistían en ir hasta la oficina chiringuito para averiguar en que consistía el paseo y pagar por anticipado.
A continuación debimos meternos en el agua para tomar el bote que nos alcanzaría hasta la lancha.
Una vez ubicados y dispuestos a ponernos los arneses, Norita me dice:
—Ahh, no. Me da miedo. Subí tú solo, —quedando yo boquiabierta.
A mi no me interesaba en absoluto subir, mucho menos solo, pero el echo es que ya no había marcha atrás luego de haber cumplido con todos los pasos previos.
Ergo, terminé enganchado desde el arnés y en pocos minutos estaba en la “estratosfera”.
Me quería morir viendo la lancha de un tamaño insignificante siendo arrastrado por aquella soga la cual rogaba resistiera para no ir parar a “África” cómo me imaginaba despegado volando.
Como suele suceder, luego del primer shock y ya metido en el fango, comencé a disfrutar del aire, del silencio absoluto así cómo de las vistas fabulosas.
A partir de ese momento comprendí como iba a ser nuestra vida de casados. Norita proponiendo y yo ejecutando.
Y no me equivoqué pues ella siempre ha sido la gestora de los cambios de rumbo, de las decisiones en nuestras vidas y a pesar de que yo siempre simulo llevar el timón de nuestro velero, es ella quien lo dirige.




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