Casa Museo Guayasamín

Quito, Ecuador.

Guayasamín entre la piedra y el mito: la herencia contradictoria del “Pintor de Iberoamérica”

Visitar la Casa-Museo y la Capilla del Hombre en Quito es ingresar en un territorio de tensiones: entre la monumentalidad y la intimidad, entre el discurso socialista y el lujo privado, entre la devoción estética y la teatralidad política.

El complejo, gestionado por la Fundación Guayasamín, intenta perpetuar la memoria de Oswaldo Guayasamín (1919–1999), el artista más célebre del Ecuador moderno, pero también evidencia las fisuras entre su ideario y su legado material.

La casa como autorretrato arquitectónico

Diseñada por Gustavo y René Guayasamín entre 1976 y 1979 siguiendo bocetos del propio pintor, la casa del barrio Bellavista fue concebida como un taller habitable, un espacio de creación y recepción cultural.
El resultado es un híbrido arquitectónico de racionalismo andino, donde muros blancos, piedra volcánica y arcos de medio punto evocan simultáneamente la herencia colonial y el paisaje serrano.
Sin embargo, esa fusión simbólica entre lo hispano y lo indígena se diluye en un interior que coquetea con el exceso: pisos fríos, ambientes amplios pero húmedos, goteras, un lujo ornamental que contrasta con el discurso político del artista.

Guayasamín, que pintó el dolor de los pueblos oprimidos, vivió rodeado de antigüedades coloniales, esculturas precolombinas, textiles finos y una biblioteca suspendida sobre su dormitorio —una composición visual tan elocuente como incómoda.

La museografía, respetuosa hasta el fetichismo, conserva cada rincón como si el maestro apenas se hubiese ausentado.

El estudio —invadido aún por el olor imaginario del óleo y la música que lo acompañaba— sigue siendo el corazón emocional del recorrido. Allí la experiencia se vuelve íntima, auténtica, incluso conmovedora. Pero el relato curatorial carece de autocrítica: el mito del genio sustituye al análisis de sus contradicciones, y la figura de Guayasamín se presenta como profeta, no como sujeto histórico complejo.

Temas y pulsos de una obra doliente

En la pintura de Guayasamín confluyen la denuncia social, la memoria histórica y la compasión humana.
Sus grandes series —Huacayñán (El camino del llanto), La edad de la ira y La ternura— recorren los extremos del sufrimiento y del amor.

En ellas el artista aborda la opresión de los pueblos originarios, las dictaduras latinoamericanas, las guerras mundiales, el racismo y la miseria, pero también la esperanza, la madre protectora y la fraternidad entre los pueblos.

Su lenguaje visual, entre el expresionismo y el cubismo, amplifica las emociones: manos gigantes, rostros desgarrados, ojos abiertos como heridas.

Todo en Guayasamín vibra entre el dolor y la resistencia, entre el gesto político y la plegaria.
En sus mejores momentos, su pintura actúa como espejo moral de América Latina; en los más grandilocuentes, se vuelve un grito detenido, una épica congelada en la pared.

Su faceta de retratista es menos conocida. Le pintaba a sus amigos y lo hacía de forma muy rápida.

Su recámara es una enorme suite con varios salones donde también alberga una colección de piezas de arte erótica pre hispánicas.

La Capilla del Hombre: monumento o mausoleo

A pocos metros, sobre la loma de Guangüiltagua, la Capilla del Hombre se impone como un gesto arquitectónico de redención continental.

Concebida por el propio artista y ejecutada por su hijo Handel Guayasamín, el edificio —una masa pétrea de 30 por 30 metros— busca ser la “Capilla Sixtina del arte latinoamericano”, en palabras de Federico Mayor Zaragoza (UNESCO).

Su planta cuadrada, su orientación astronómica y su juego lumínico refieren a los templos andinos, mientras su escala y su tono discursivo recuerdan más a un monumento de Estado que a un espacio de reflexión estética.

La arquitectura, sin duda potente, logra conmover por su materialidad: piedra, chanul, gres, laja volcánica. Pero la museografía interior, con sus “cajas ciegas” y su iluminación teatral, acentúa el carácter dogmático de la propuesta.

El visitante no contempla tanto las obras como se somete a ellas. Guayasamín, que quiso “herir el corazón de la gente”, lo consigue a través de una retórica que roza la propaganda: manos desmesuradas, rostros sufrientes, cuerpos torturados que insisten, sin matices, en la culpa colectiva.

El resultado oscila entre la épica y la saturación. A ratos, la Capilla parece menos un espacio de arte y más un santuario a su autor.

La intención humanista se ve empañada por la autoglorificación, reforzada por una administración que perpetúa la veneración más que el pensamiento crítico.

Allí se hospedan algunas obras realizadas especialmente para ese sitio aunque Guayasamin no alcanzó a verlas expuestas.

En la planta baja del edificio están expuestas unos grandes bajorrelieves así como escultura monumental hechas por otros artistas de acuerdo a los planos y bocetos que dejó Guayasmín las cuales no le rinden el homenaje acorde.
Deberían de ser retiradas y sustituidas por obras del propio maestro.

El legado y sus grietas

La Fundación Guayasamín, creada en 1976, gestiona cinco espacios culturales y preserva miles de piezas donadas por el artista al Estado ecuatoriano.

Su labor patrimonial es indiscutible, pero el guion museológico carece de renovación conceptual. El visitante recorre un discurso congelado en los años 90: sin contexto histórico actualizado, sin voces disidentes, sin curadurías que dialoguen con la controversia que siempre acompañó a Guayasamín.

Porque el artista fue tanto un símbolo de resistencia latinoamericana como una figura polémica: su cercanía con Castro y Neruda, sus posturas de izquierda, su estética expresionista cargada de denuncia social y sus excesos personales generan aún debate.

Su casa y su capilla encarnan esa tensión: la del artista que denunció la desigualdad desde un palacio; la del hombre que coleccionó arte colonial mientras repudiaba el colonialismo.

Cabe recordar que Guayasamín fue el único de los grandes maestros latinoamericanos que no viajó nunca a Europa a formarse amén de la cerca pa de sus obras con la de los vanguardistas como el caso de Picasso entre otros que se funden en la obra de este pintor.

Durante mi visita, un gran lluvacero se abatió sobre Quito.
La tormenta cubrió la ciudad con una fuerza que parecía dialogar con la intensidad de las obras.
Fue un espectáculo paralelo, una puesta natural que, por un momento, pareció formar parte de la colección.

Incluso hoy, la Fundación Guayasamín no está exenta de turbulencias: persisten conflictos entre los hijos del artista —fruto de sus tres matrimonios—, lo que añade una capa humana, casi novelesca, a la saga del maestro.
La familia, al igual que su obra, parece debatirse entre la unión simbólica y la fragmentación real.

Pese a todo, el complejo Guayasamín se mantiene como un hito de identidad ecuatoriana.

Su ubicación, frente al Pichincha, ofrece una vista que casi justifica la visita. Y cuando la lluvia cae sobre la piedra y el cielo se abre sobre el cerro, uno entiende que la obra de Guayasamín, con todos sus claroscuros, sigue hablando del drama y la esperanza de América Latina.


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