Los Awá-Guajá, visitados en su momento por Sebastião Salgado y registrados en su libro Amazônia, son un pueblo indígena casi invisible para el mundo, pero cuya historia encierra uno de los capítulos más duros de la relación entre el Estado brasileño, la selva amazónica y los pueblos originarios.
Su nombre combina la denominación oficial Guajá con el término Awá, con el que ellos mismos se reconocen. Formaban parte del mismo tronco tupí-guaraní que los Guajajara y Tenetehara, pero a inicios del siglo XIX se separaron y migraron hacia el este, asentándose en Maranhão. Allí permanecen hoy, repartidos entre los territorios indígenas de Alto Turiacu y Caru, conviviendo con otros grupos de mayor contacto con la sociedad envolvente como los Ka’apor, Timbira y Guajajara.
La tragedia comenzó en los años 70, cuando el descubrimiento de yacimientos de hierro en la sierra de Carajás abrió la puerta a una ofensiva estatal y empresarial.
El gobierno brasileño construyó vías férreas y carreteras que atravesaron las tierras awá para transportar el mineral hasta la costa. Aquello fue el inicio de una invasión masiva: miles de colonos se instalaron en la región y muchas familias awá fueron brutalmente masacradas.
Hoy, cerca de 50 años después, los Awá sobreviven como uno de los últimos pueblos cazadores-recolectores de Brasil.
La selva les provee alimento, medicina y refugio: cazan monos, pecaríes y armadillos; recolectan frutas, miel y semillas; construyen sus chozas con los materiales que ofrece el bosque. Pero esa selva se reduce día a día por la tala ilegal, que avanza a escasos kilómetros de sus comunidades.
Los madereros operan con violencia, obligando a los Awá a evitar zonas de caza por miedo a los ataques.
Las consecuencias son brutales: hambre, desnutrición y un aislamiento forzado que multiplica su vulnerabilidad.
De las aproximadamente 450 personas que conforman este pueblo, unas 100 viven en aislamiento total, divididos en tres grupos distintos.
Survival International los define como “la tribu más amenazada del planeta”.
El término no es una metáfora: la pérdida de territorio, el acecho de los invasores y la indiferencia política configuran un escenario de verdadero genocidio silencioso.
El caso Awá-Guajá expone un drama que va mucho más allá de un pueblo: es el espejo de la devastación amazónica, de la lucha desigual entre quienes defienden la selva como su hogar y quienes la ven solo como un recurso a explotar. Un recordatorio de que cada árbol talado y cada río contaminado repercute en la vida de comunidades que llevan milenios resistiendo en equilibrio con la naturaleza.



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