New York, Estados Unidos.
New York ha sido desde la II Guerra Mundial el “ombligo del mundo”. Allí se dieron cita los grandes personajes del ámbito artístico y comercial que llegaron huyendo de la guerra europea.
El país entero estaba ávido por recibir inmigrantes y había mucho que construir aun en América. Sus grandes dimensiones, sumado a las posibilidades de emprendimientos para poner a la nación en órbita internacional promovía la llegada de osados empresarios.
Básicamente la isla de Manhattan se convirtió en poco tiempo en un lugar de cita obligatoria, consigna que al día de hoy permanece vigente.
Con sus particulares rascacielos que llevan al visitante a caminar mirando siempre para arriba corriendo el riesgo de ser atropellado, la “capital mundial”, no ha parado de crecer.
Su bullicio urbano es típico y único. Nadie viaja hasta allí buscando tranquilidad. Recorrer sus calles provoca nuestra curiosidad y la adrenalina fluye sin cesar.
Todos quieren no solo conocerla, sino que también hay muchos que quieren residir allí, lo que genera un constante aumento de precios tanto en las viviendas como en el costo de vida fundamentalmente en Manhattan que es el barrio mas concurrido y demandado de la ciudad.
Así con ese ímpetu que la ciudad genera, llegué hace mas de 30 años con algunos compañeros de facultad. Estábamos todos muy excitados.
Contábamos con una beca promovida por el gobierno americano que incluía la visita de varias prestigiosas empresas así como a algunas de las mas destacadas universidades que luego visitaríamos en Boston incluyendo la MIT y Harvard, entre otras.
Llegados al hotel de New Yok, debíamos de dejar el equipaje sin mas tiempo, pues teníamos una cita en AT&T donde seríamos recibidos por algunos de sus ejecutivos para realizar una visita acompañada de una charla sobre una de las compañías mas exitosas comercialmente del mundo.
El cansancio, sumado a la excitación era demasiado. A mí, junto con algunos otros compañeros, nos tocó alojarnos en un piso alto, creo que en el nivel 15, para no decir el decimotercero.
La consigna era dejar el equipaje, ir al toilette y bajar de inmediato.
A la hora de descender, el ascensor no llegaba nunca hasta nuestro piso. Dicha situación, nos generó la impaciencia no solo de estar demorando al resto del grupo, sino el hecho de estar perdiendo tiempo a la hora de recorrer la ciudad. Frente a la incómoda situación, se me da por decir, que tal la demora del ascensor, fuera producto de algún incendio, sin siquiera pensar en lo que decía.
Luego de varios minutos de espera, pasa corriendo a nuestro lado una camarera muy fuera de sí. Muy apurada buscando salvar su vida, nos avisa que el edificio había tomado fuego en un piso inferior y que debíamos de permanecer en nuestras habitaciones.
Ahí los chistes dieron paso a los nervios los que se se aceleraron cuando corrimos hacia los ventanales para ver un par de carros de bomberos con largas escaleras tratando de evacuar huéspedes o apagar el incendio. Las escaleras apenas llegaban hasta los primeros pisos del edificio. En la vereda frente al edifico, se habían aglomerado varias personas atentas a los sucesos.
Junto con Vivianne, que se convirtió en mi sombra, nos metimos dentro de la habitación y a instancias suyas llamé a conserjería, quienes nos dieron las pautas de comportamiento.
–Keep in your toilette’ s room with the door close. Pongan toallas mojadas debajo de la puerta y manténganse dentro de la bañera, –mensaje que aceleró nuestro estado de nervios.
Si algo faltaba para ponernos histéricos, fueron esas indicaciones.
Lo intentamos, pero dentro del baño nos miramos cuando no había pasado ni un minuto, optamos por abandonar el lugar y batallar.
Salimos despavoridos escaleras abajo para encontrarnos a los dos pisos una masa de humo que no permitía la visión y tosiendo ahogados debimos regresar.
–No podíamos tener tan mala suerte de acabar de esa forma y sin poder recorrer la ciudad. –me dije.
Más allá de que el gobierno de Estados Unidos nos había emitido una póliza de seguro bajo el programa de visitas, no teníamos ganas de usarlo.
Ahí quedé dando vueltas con Vivianne prendida a mis espaldas, hasta que optamos por descender haciendo uso de las escaleras de servicio. Comenzamos a bajar en forma de trompa, llevándonos por delante a cuanta persona se nos atravesaba. Iban algunas personas mayores ayudadas, así como también un señor con un respirador, que había debido de abandonar sus internación domiciliaria.
Al pasar por el piso afectado y sin tener inconveniente más que un poco de humo, no paramos de correr hasta llegar a la calle donde fuimos blanco de aplausos que terminaron en emocionantes abrazos.
Ya metidos en nuestro programa educativo empresarial, sustituimos unas emociones por otras y al regreso por la noche, ocupamos nuestras habitaciones sin recuerdo alguno mas que un mal momento ocurrido.
Un recuerdo que forma parte de nuestras aventuras de vida y que cada tanto nos gusta rememorar, no vaya a ser que nos lo olvidemos y forme parte de nuestra imaginación.




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